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Los rostros de Guayaquil

Los rostros de Guayaquil
Fotos: El Telégrafo Guayaquil
24 de julio de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero

Son las 3 de la tarde, de un sábado, y un pelotón de mozalbetes de pantalones cortos se reúne en una esquina de barrio en torno de un balón mugriento para echarlo a rodar las próximas 4 horas, en medio de improperios y otros atropellos. Es probable que ese barrio esté situado en Guayaquil.

Mientras tanto don Juan González, el dueño de la tienda de la esquina, ha puesto el parlante en el portal de su casa para que todos escuchen cómo llora la guitarra de Julio Jaramillo.  

Cerca de él está su esposa, que prepara un caldo de salchicha, y los compadres invitados ríen a mandíbula batiente. Es probable que esta escena suceda en una barriada guayaquileña, en especial de la 17 para abajo, donde las calles aguardan la regeneración. Y si de un quiosco esquinero sale un humo con reminiscencias de hace 20 años, una señora de rostro sudoroso, a la que solo llaman ‘madrina’, mueve de derecha a izquierda un arroz -con cocolón incluido- y varias personas hacen fila esperando que les ‘pare bola’ para tranquilizar las tripas... es viable que esta escena se manifieste en Guayaquil.   

Pero si, al mediodía, un tumulto de alumnos alborotados pugna, dólar en mano, por hacerse de un pastel de carne y un vaso de cola, en la vereda del colegio, la escuela o la universidad, ya no cabe ninguna duda: la ciudad es Guayaquil.

Ubicar a la “ciudad del río y del estero” puede ser solo cuestión de reconocer estas estampas, pero la ciudad es esto y mucho más, en especial porque, por su condición de puerto, le llegó gente de todos lados, del  propio país y de más afuera.

El que, a inicios del siglo XIX, su malecón acogiera con entusiasmo el comercio incesante de banano y cacao, llegado de otros lares, hasta la costumbre de las familias pobres de ir al viejo aeropuerto Simón Bolívar a despedir a gente que ni siquiera conocía, agitando las manos y hasta echándose una lágrima, dice mucho de su actitud de puertas abiertas, siempre dispuesta a salir o a dejar entrar.

La dicotomía que muestra la imagen dice mucho de  las grandes desigualdades de la ciudad. Por una parte los grandes rascacielos de moderna estructura y, por otra, la presencia de casas maquilladas por fuera, en el cerro del Carmen. Foto: José Morán / El Telégrafo

Ciertamente, la ciudad que se inició en el cerrito verde y se desparramó por el este y el oeste, hasta casi estrangular el Salado, ha cambiado mucho, tanto como su gente, una gente que, asombrada por esto y por aquello, se convirtió en un ciudadano de muchas facetas, algunas contradictorias.

Jorge Herrera Martínez (75 años) vive en las calles 22 y Bolivia desde hace 20 años. Antes estuvo en la 13 y Medardo Ángel Silva y, mucho tiempo más atrás, en Luque y Machala, barrios de los que, asegura, se siente orgulloso porque afianzaron su amor por la ciudad. “Yo soy hijo, nieto y bisnieto de guayaquileño. Es decir, un poco más y deberían enterrarme en el parque Centenario o en el Malecón Simón Bolívar”. Don Jorge habla con orgullo.

Dueño de una biblioteca en la que sobresalen textos de poesía y ensayos de política e historia, cuenta que, de su infancia más lejana, llegó a alcanzar  los carros eléctricos, que circularon hasta fines de los 40 y que iban por rutas fijas.

“Tenían ruedas de ferrocarril, llegaban hasta San Francisco y el conductor siempre iba de pie”, rememora don Jorge, quien precisa que ese tiempo, aunque no había rascacielos ni escaleras eléctricas, era más propicio para mantener vivas las tradiciones. “Ahora se ha perdido todo. Al guayaquileño se lo desconoce porque, novelero como es, ha aprendido hasta a usar aretes y esos otros alambrecitos (piercings) que se incrustan en el párpado, en el ombligo y hasta en el sexo. Es una locura”.

La nostalgia que atrapa a don Jorge tiene que ver con que, según él, el ser guayaquileño, esa circunstancia de no solo haber nacido en su territorio, sino de haber asumido sus costumbres -malas y buenas- se ha visto alterada merced a la influencia que le ha llegado de afuera en grandes cantidades.

Carlos Espinosa López fue panadero hasta los 60 años, cuando la visión comenzó a serle infiel. Hoy, a sus casi 80, también cree que la ciudad cambió y, con ella, su gente. Desde la puerta de su casa, casi al doblar la calle 24, por la 4 de Noviembre, en el suburbio oeste, está seguro de que el guayaquileño es uno y muchos al mismo tiempo. Pero también aclara que guayaquileños de cepa quedan pocos. Y se lo atribuye a que la llegada de migrantes, especialmente de la Sierra, cruzó a las familias, lo que dio un nuevo tipo de persona.

“Cuencano con guayaquileña, guayaquileña con manaba, quiteña con guayaco, todo se mezcló y las nuevas generaciones tienen otras costumbres, que van desde la comida hasta la forma de hablar. Cuando hay un feriado, vaya a ver las colas de la gente que se dice porteña pero que tiene sus raíces en otras ciudades”. Espinosa conversa con un dejo de resignación que termina en una sonrisa.

El guayaquileño no espera de mucho para la diversión. Decenas de personas disfrutan de los llamados parques acuáticos instalados por el Municipio. Así, también, se aplaca el clima de la ciudad. Foto: José Morán / El Telégrafo

Pero si a la ciudad llegaron gentes de la Sierra y de Manabí, también llegaron de otros países, especialmente comerciantes que se asentaron aquí y cuyos hijos terminaron siendo guayaquileños de ancestros libaneses o italianos. Todo esto lleva a la conclusión de que, hoy en día, guayaquileño no es solo el que nace dentro de su circunscripción, sino el que asume, como una ideología en el ADN, sus valores y costumbres, sea de donde fuere.  

Si le gusta el encebollado con pan o chifle, si viaja apretado en metrovía, si se va para el mall a gastarse lo poco que tiene en lo que no necesita; si se pone un jean apretado y unos zapatos tenis que le costaron un ojo de la cara, si deambula por el Malecón y lo tienta un helado de palito, de esos de 25 centavos, o si es de Barcelona o Emelec, puede sentirse guayaquileño.   

Vicente Suqui Velecela no es guayaquileño, pero se siente como tal luego de vivir más de 50 años en algunos barrios aledaños al Mercado Central. Llegó desde Sevilla de Oro (Azuay) muy chico con sus padres, quienes vendían legumbres en una de las veredas de la plaza. Pronto reconoció que esta no era una ciudad para ver pasar los barcos por el Guayas, no; había que trabajar y entonces, a los 15 –recuerda- comenzó a vender diarios, los de mayor demanda. Así, de esta manera, se fue metiendo en la ciudad y la ciudad se le fue metiendo.

“En este trabajo uno ha visto de todo. Cómo ha ido cambiando la ciudad y también la gente; por ejemplo antes había más regionalismo, pero ahora no. Aunque hable como serrano uno termina sintiéndose guayaco y hasta comienza a gustarle lo que a él le gusta”.  

Sus palabras, apegadas al dejo del interior, se pierden entre el bullicio de otros vendedores ambulantes que, como él, saben que Guayaquil es una ciudad a la que hay que enfrentar con decisión y arrojo. “Es cierto que esta ciudad es hospitalaria, el guayaquileño es abierto, franco, a veces confianzudo, pero buena gente. A mí me han ayudado algunas veces”. Muy convencido de lo que piensa, Suqui agarra su paquete de periódicos y se va orillando la calle caliente, noticias bajo el brazo, como hace 50 años, como casi toda la vida.

Henry Tomalá Bermeo sí es guayaquileño y, desde hace cinco años, maneja un bus de la línea 63, la que hace estación en las Orquídeas. A pesar de no ser un chofer viejo –tiene 35 años- considera que, si alguien quiere conocer algo de la ciudad y su gente, debe darse un paseíto a bordo de un bus.

“Ni bien va saliendo de la estación, ya se suben los vendedores ambulantes a ofrecer caramelos, frutas, botellas de agua; algunos lo hacen amablemente, pero otros quieren obligar a comprar. Tampoco faltan las comadres chismosas que hablan de que a la vecina tal el marido le pone los cachos, el morboso que se aprovecha de que el carro va lleno para ir ‘punteando’ a la que más puede. Y claro, los ‘hermanitos’ que anuncian el fin del mundo y reparten tratados que nadie lee”.

Guayaquileños por derecho

Ya sea por causa de la guerra, por motivos políticos o económicos, miles de extranjeros se afincaron en la ciudad a fines e inicios del siglo XIX. Españoles, italianos, alemanes y libaneses han dejado su impronta en beneficio de la tierra que los acogió y de sus propias familias.

Algunos, incluso, por motivos de seguridad, se españolizaron, como el caso del alemán Katzon, que pasó a ser Cazón, debido a la persecución que hubo contra los nazis tras finalizar la II Guerra Mundial.

Sayham Nader, libanés, llegó “de visita al país y, según él, esta se ha prolongado más de 50 años. Propietario de El Alcázar, en donde vende comida árabe, se siente un guayaquileño más porque, aparte de estar nacionalizado, ha echado raíces en esta ciudad. “Las terceras y cuartas generaciones de extranjeros se sienten de aquí, de Ecuador”.  

Nader enfatiza que han sabido adaptarse a las exigencias de una ciudad en permanente ebullición, con trabajo, esfuerzo y mucha dedicación, desde que llegaron con sus bultos de “bobelina” en hombros a recorrer las calles hasta la creación de poderosas industrias. Piensa que esta no es su segunda patria sino la primera.

Juan Saade es cónsul de Líbano desde hace 28 años y afirma que la colonia libanesa, como tal, ya no existe. “Conocemos que son libaneses solo por el apellido. Algunos ni siquiera escriben a sus hijos que están aquí, quieren que se sientan ecuatorianos. Se sienten orgullosos de que sea así. Por ejemplo, ahora no hay ningún Eljuri que sea libanés”. El cónsul, en el mismo tono que Nader, habla agradecido. (I)

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Msc. Óscar Arias, profesor de la Universidad de Guayaquil

"Existe un idilio juliano-octubrino en torno a lo que es el guayaquileño"

“¿Qué realmente es el guayaquileño?... Diríamos que es un sujeto que vive en un puerto donde la ciudad tiende a ser un gran centro comercial, y cohabitan de todas las latitudes de la república. Eso le da la diversidad de alegre, de jovial, de hasta a veces patán, de popular y populachero.

Esto, en el tejido de la interculturalidad, es positivo cuando se coge la parte que recrea la cultura, aunque en ciertas partes es degenerativo cuando rompe ciertas normas de convivencia, de ética y hasta de estética. No hay por otro lado un prototipo del guayaquileño.

Lo que sí hay es una serie de ficciones en torno a él: ese idilio juliano-octubrino de suponer que ciertas formas de vestimenta, de costumbres que son europeas, por ejemplo el bastón o la cotona, no es de aquí, es importado de la época de los ‘gran cacao’, no es propio”.

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