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Los dientes de oro de Tolín, la herencia de sus hijos

El maquillaje de Tolin es una rutina que sus manos han aprendido de memoria. Su rostro pintado de alegría y color: es el antónimo de la  vida real que lleva el artista del suburbio de Guayaquil.
El maquillaje de Tolin es una rutina que sus manos han aprendido de memoria. Su rostro pintado de alegría y color: es el antónimo de la vida real que lleva el artista del suburbio de Guayaquil.
Foto: César Muñoz / EL TELÉGRAFO
07 de enero de 2018 - 00:00 - Edward Lara Ponce

Para Tolín, un payaso de 71 años, las fiestas, risas y alegrías casi han terminado. Ahora tiene anécdotas que pocos quieren escuchar.

Las arrugas dominan su rostro y el pelo en su cabeza escasea. El maquillaje rejuvenece su piel pero su voz quebrada y su accidentado caminar lo delatan.

La ropa de rayas y un único terno color marrón cuelgan en una pared de bloques, cuarteada y sin enlucir. Las prendas pasan enfundadas meses para que el polvo o las plagas no arruinen su entrañable y básica identificación laboral.

Al artista de la risa pocos lo reconocen por su nombre real: José Germán Orozco Chonano. A veces parece que a él mismo se le olvida su nombre de pila, pues, pintado o no, se presenta como Tolín.

Él lleva 51 años de su vida laborando sin descanso, lo que lo tiene con el corazón adolorido y el hígado irritado. Vive en una casa de dos plantas a medio terminar, con pisos, puertas y ventanas de madera desalineadas.

El septuagenario, más que un animador y contador de chistes, es conocedor de ancestrales curas contra la mala suerte y los “espíritus inicuos”. En la entrada de su casa, sobre la mesa y en la ventana principal tiene plantas chamánicas como ruda de Castilla y de gallinazo, manzanilla y otras hierbas, que al igual que su dueño “sobreviven por la gracia de Dios”.

La dilatada experiencia de Tolín le permite también realizar cuñas radiales de $ 5, $ 10 y hasta $ 20. Esos ingresos le ayudan a comer y ahorrar algunos centavos.

La vida artística de Orozco empezó en circos de Guayaquil, desde que tenía 20 años, y donde su hermano mayor era su ejemplo y guía principal. Esa relación sigue intacta, aunque ahora Tolín es quien guía a su hermano, que ya cumplió 83 años.

Este octogenario sigue trabajando, aunque los escenarios no son los de antes. Ahora lo hace en los buses de transporte urbano. Ahí “vende” chistes por voluntarias monedas que las “comparte”, por obligación, con dos hijos drogadictos.

A Tolín le brilla la sonrisa,  tiene dos colmillos de oro que no ha decidido dárselos como herencia a ninguno de sus tres hijos o única hija. Los deja para que ellos se los repartan a discreción.

El payaso que usa guantes de lana y peluca castaña recuerda sus mejores chistes.  Simula remangar su traje, se ajusta el gorro y grita: ¿Por qué no se debe hacer ruido en la iglesia? Porque siempre hay mucha gente durmiendo. Un par de risas finas se escuchan, son pequeños que atienden el show.

El payasito los mira y reflexiona: “Nunca faltan los pavos”. El comediante se acerca a los pequeños y les pregunta: “¿Quieren más?” Los niños se emocionan y Tolín responde: “Entonces paguen $ 1 la entrada”, y se les ríe; Los niños tuercen la cara y vuelven al portal a jugar con una pelota.

Con Orozco no va el doble sentido, tampoco en su repertorio hay burlas por defectos físicos o mofas por infidelidades masculinas o femeninas. Con eso demuestra que está chapado a la antigua: juegos, cosas del diario vivir familiar, etc.: “Mis chistes son zanahoria”.

El viento que entra a la casa desprende el amarre de la cortina amarilla que, adornada con una docena de figuras plásticas, sirve para dividir la sala,  cocina y un cuarto de la vivienda.

La emoción del momento se desvanece rápidamente. Tolín tiene una mirada opaca, sus ojos negros casi no brillan, porque las cataratas están ganando espacio en sus pupilas.

En las tardes calurosas del puerto principal, Orozco prefiere la música rocolera como: Jenny y Segundo Rosero, entre otros artistas nacionales y no ver la programación televisiva local en la que también laboró a mediados de los años setenta.

Las décadas de la buena payasada, aquella que era respetada, querida por niños y adultos, la que adoraban al hombre de la cara pintada de pantalones anchos y pelucas multicolores, se está terminando, reflexiona.

En ese mundo, Tolin emprendió en casi todo. Pasó de ser empresario de artistas y creador de eventos culturales en recintos y pueblos polvorientos de la provincia de Guayas hasta animador de tarimas.

El dinero no faltó, así como los jolgorios con amigos y mujeres quienes en noches o madrugadas se perdieron en pura bohemia. Esa vida le pasó factura, consiguió tres divorcios y un montón de malas compañías que lo empujaron a la bancarrota absoluta y a los linderos del alcoholismo.

Ahora la mayoría de estos infaltables conocidos lo han olvidado casi por completo, a tal punto que si lo ven no saben quién es.

A Tolín lo visita su única hija, Ana del Rocío Orozco Panchana, quien heredó el talento artístico de su padre y a quien se la conoce en el mundo de la farándula local como Estrellita Solitaria.

Este gusto por el arte popular nació con los andares festivos que compartió con su padre a quien encontró por la audacia de un amigo de Tolín. La entonces pequeña Rocío, vivía con su progenitora quien poco deseaba saber del ‘famoso payasito’.

Estrellita Solitaria recuerda que 10 años atrás los centros educativos públicos y privados eran los sitios ideales para laborar y con remuneraciones que permitían una vida económica no tan ajustada. Ahora es diferente: los contratos llegan una vez por semana, cada 15 o 30 días, dependiendo de las festividades del año o de los pueblos.

La explosión de una camareta dispersa olor a pólvora en el sector de las ‘avas’. Un grupo de adolescentes corre tras la travesura. Una anciana en falda blanca a cuadros y medias negras de nailon los reprende con escoba en mano. El payaso ríe por la escena y sus colmillos dorados vuelven a brillar.

Las canciones de Carmencita Lara suenan una y otra vez de los parlantes que tiene conectados a un amplificador y un ecualizador profesional. Tolin se acomoda en sus muebles desgastados por tantas sentadas y dormidas de sus amigos.

“Vamos con una rondita de chistes”, dice mientras busca inspiración contemplando la ventana. Respira profundo, prepara la garganta y se frota las manos desnudas: “¡Mamita, mamita! En la escuela los niños me llaman mentiroso... ¿Pero mijito, tu no estudias? “.

El chiste no tiene efecto inmediato dentro de la vivienda, así que Tolin busca público en el portal de la casa. Ve a los niños jugando y les pregunta: “¿Cuál es el animal vivo más viejo del mundo? ¿Nadie sabe la respuesta?” y Tolin mueve la cabeza y responde: “Es la vaca...” Los niños refutan: “¿La vaca?”. “¿Por qué?”, vuelve a preguntar. “Porque a la vaca aún se la ve en dos colores blanco y negro”.

Tolin no comparte la tendencia de fiestas infantiles con jovencitas de cuerpos delgados y trajes ajustados que se ofrecen con caritas pintadas y bailes de hora loca, considera que se trata de algo impropio para niños.

El septuagenario practica los actos humorísticos y procura cuidar las líneas de su máscara de pintura; hay una razón. Luego limpia con esmero el par de zapatos mientras decide cuál utilizar para la payasada, todo este ritual es porque llegó un contrato de $ 100, el mínimo que suele cobrar por un show, y con este se “enciende” la emoción por la diversión ajena.

Lo malo del trabajo informal es que no hay seguro médico que le dé alivio a las dolencias propias de la edad, vuelve a reflexionar.

Tolin espera la hora de partida mientras lamenta la poca atención a este tipo de arte por parte de las instituciones del Estado, al tiempo que recuerda y reniega por el gasto desmesurado que hizo con sus viejos “amigos”.

El hombre vuelve a recordar que la fama lo llevó, en los últimos años, a lidiar con  varios conflictos amorosos de los que se aprovecharon los programas de farándula de la televisión local para escandalizar. Revisa la casa, todo debe estar cerrado, tantea el lugar donde los cables eléctricos  cuelgan sobre las paredes de manera, todo está “ordenado”, según su memoria.

Él sabe cuál conexión  debe enlazar para encender los focos o para conectar la plancha, pues no tiene enchufes o interruptores. Los años lo convirtieron también en electricista.

El reloj musical de la casa suena a las 15:30 y es hora de partir al show. (I) 

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