Las imágenes que llegan de Argentina sorprenden. A inicios de semana se instaló allí la reunión de cancilleres de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y se lanzó un operativo de seguridad para blindar la cita e impedir la llegada de manifestantes. La periodista angloecuatoriana Sally Burch, que quería cubrir esa cita fue impedida de entrar al país austral; la administración de Mauricio Macri puso barreras al libre ejercicio del periodismo en este caso.

En las redes sociales circularon imágenes de policías antimotines caminando por la calle Corrientes, una de las principales de la capital, haciendo sonar sus botas en señal de intimidación. Y eso en una nación que sufrió una cruenta dictadura militar trae amargos recuerdos. A eso se añade el desprestigio en el que ha caído la OMC porque cada reunión que tiene convoca a marchas multitudinarias.

Pero lo peor vino este jueves, cuando el Congreso se aprestaba a debatir una reforma en las pensiones que, según los sindicatos, la disminuye. El Gobierno afirma lo contrario. La represión fue brutal; los medios de comunicación mostraron videos de uniformados disparando balas de goma a mansalva y un excesivo uso de chorros de agua, gas pimienta y bombas lacrimógenas. Se parecía mucho a la Argentina de 2001, a la del corralito.

En una democracia los sindicatos tienen derecho a protestar en paz. No es posible que se den órdenes de disolver manifestaciones sin ningún tipo de justificación. Por ello la tensión se trasladó al Congreso, que debió suspender la sesión por falta de quorum.

Cuando en Venezuela se produjeron situaciones similares hubo una condena regional y mundial. Y eso es lo correcto porque los principios interamericanos defienden la libertad de expresión.

Pero eso no ocurrió con el caso de Buenos Aires. No hubo condenas y eso demuestra que nuestras instituciones aún tienen un largo camino que recorrer para llegar a la meta de tener principios y garantías universales. (O)