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Doki, ese otro guía que abre caminos y advierte peligros

Doki ayuda a su amo Gilberth Jiménez a despejar el camino de un grupo de toretes bravos para que los caminantes avancen hasta la ciudad perdida de Plan Grande.
Doki ayuda a su amo Gilberth Jiménez a despejar el camino de un grupo de toretes bravos para que los caminantes avancen hasta la ciudad perdida de Plan Grande.
Foto: William Orellana / El Telégrafo
03 de septiembre de 2017 - 00:00 - Néstor Espinosa

Es capaz de caminar 12 horas sin parar. Siempre silencioso, pausado, pero firme en su propósito. Ni la corriente del río bloquea su objetivo de llegar a la ciudad perdida.

Doki es quien abre camino en medio de la maleza y advierte con ladridos los peligros que atisba.

Él es ese otro guía no reconocido, aquel que se lleva la peor parte de la aventura, pues para él no hay mula ni descanso. En caso de que aparezca una serpiente o un vacío en medio de la hojarasca es la primera víctima.

Doki tiene las características de un perro faldero, un poco desaliñado y maltratado por la vida propia del campo. Es pequeño, de blanco y abundante pelaje, y muy juguetón. Pero en la vida real de faldero no tiene nada. Duerme en el portal de la casa, como esos guardias de seguridad que en estrechas garitas de urbanizaciones privadas dormitan de pie. 

El contaminante estruendo del motor a diésel de la camioneta lo despierta en la fría madrugada de la parroquia Salatí, en el suroriente de la provincia de El Oro.

La presencia de los extraños no lo intimida, más bien le alegra, de ahí que salude como si los conociera desde siempre.

Mueve la cola, olfatea los zapatos y piernas y regresa a su cama. Aún está oscuro, le quedan algunos minutos más para descansar.

Cuando el día aclara, un grupo de perros llega al portal de la casa de Gilberth Jiménez: unos parecen french poodle, otros schnauzer, otros una mezcla entre ambos.

“Son sus hijos”, cuenta Tatiana Salas, esposa de Gilberth y dueña de Doki.

Aclara que es un perro viejo, cuyo aspecto desaliñado se debe a que en estos días el clima está muy extraño y frío y por ello no lo ha ‘peluqueado’.

Como buen padre, Doki juega un rato con sus hijos sin descuidar lo que hace su amo, quien prepara las mulas para un viaje de tres horas y media sobre una empinada cordillera hasta llegar a Plan Grande, donde un bosque de cedros y guayusas se ha tragado una ciudad preincaica de piedra.

Cuando la caminata empieza, Doki no duda en ponerse al frente del grupo.

En el camino libra a los aventureros del primer obstáculo: unas reses bloquean el paso, pero a punta de ladridos y acercamientos amenazantes las aleja.

Emocionado por los halagos de su amo y del resto de caminantes debido a su excelente trabajo, corre entre el monte y cae en un hueco oculto por la hojarasca, mira fijamente hacia arriba y antes de que alguien se atreva a ayudarlo salta como en escena de película y vuelve al camino.

En la ciudad perdida, Doki no desaprovecha ningún momento para explorar cada rincón: se desliza entre raíces y bejucos, sube y baja muros, y raspa entre las hojas. Aparentemente no encuentra nada.

Aunque, de repente, un gran cascarón azulado (tan grande como el huevo de un pato) aparece entre las hojas. Surge entonces la interrogante si ha sido Doki quien lo ha dejado en ese estado. (I)         

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