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Rodolfo Hinostroza, el poeta y la ausencia

Rodolfo Hinostroza, el poeta y la ausencia
Foto: Ministerio de Cultura de Perú
01 de noviembre de 2016 - 13:42 - Por Víctor Vimos, corresponsal en Lima

Yo opté por pensar que este sería un mal pasajero. Que en poco tiempo, Ingrid, su esposa, volvería a contarnos que la recuperación daba sus primeros frutos, que había dejado el hospital y que pronto podríamos visitarlo, una vez más, en su casa. Habría abierto la puerta entonces, y desde el fondo de un pequeño callejón, la luz se habría ocupado de completarlo: recortar su espalda, su cuello, esa cabellera que parecía modelada bajo el peso invisible del aire.

Nada de eso sirve ahora que Rodolfo Hinostroza ha muerto. Hace dos semanas, la repentina noticia de su ingreso al Hospital Loayza, uno de los más grandes de Lima, preocupó a sus lectores y amigos. La razón: un aneurisma que lo complicaba todo.

A sus 75 años, cumplidos el pasado 28 de octubre en una de las habitaciones del Loayza, Hinostroza arribaba como el autor de cuatro poemarios que daban forma a una de las obras más influyentes y renovadoras en la poesía de nuestro idioma. En los días que siguieron a su internamiento, una forma personal de acompañarlo fue enterrar los ojos, decenas, centenas de veces de nuevo, en los trazos de Consejero del Lobo (1965), Contra natura (1971), Memorial de Casa Grande (2005), y Nudo Borromeo y otros poemas (2006), y pescar al paso un verso, una imagen, un poema completo que se dispone sobre sí mismo, como una galaxia que se abre sobre su propia sombra para multiplicar sus preguntas.

“Adiós gran árbol que ibas a florecer/ y te quemaste”. “Séame dada la culpa. Yo/ quiero ese andamiaje:/ estoy cansado”. “Viajas en tus palabras/ Y tus palabras viajan”. Versos que como flechas estaban destinados a ir más allá del propio Rodolfo, de su voz de volcán impulsándolos a través de un halo que ahora se concentra en el recuerdo.

Uno podría decir que lo más doloroso de la muerte es la conciencia de su verdad indiscutible. Se nace y se muere. Son dos nociones macizas como el oro. Pero debajo de ese brillo queda esto, un agujero donde acuna un ave capaz de eternizarse con el primer aleteo. Hinostroza, quien desde muy joven viajó a Cuba y luego vivió los años de mayor agitación en París, es dueño de una obra que incluye la narrativa, el teatro, la crónica, la astrología, y la crítica gastronómica. Ahora se entrega al resplandor de esa ave, a esa prolongación que lo pone en ventaja frente al tiempo.

“Unos meses después de que me otorgaran el premio, me encontré a Octavio Paz en el Barrio Latino de París. Me llamó a su mesa y me preguntó si ya se había publicado el libro ganador. No, le respondí. Hágame caso, me dijo, ese libro le cambiará la vida. Y así fue. Una vez que se publicó Contra natura, mi vida dio un giro total y ya no pude saber dónde, ni a qué hora, lo había entregado todo a la poesía”, comentó una tarde en la sala de su casa, recordando la publicación de su poemario como parte del Premio de Poesía Maldoror, cuyo jurado estaba encabezado por el propio Paz.

¿Qué queda por delante cuando un poeta como Hinostroza se va? Es una pregunta que habría preferido no hacérmela. No ahora. Ni nunca. La esquivo entonces y me quedo con el brillo de sus ojos enfocando su cuaderno de apuntes y repitiendo: “Oh César/ Oh Demiurgo/ Tú que vives inmerso en tu poder/ Deja que yo viva inmerso en la palabra”. (I)

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