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El Telégrafo
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La agrupación Preludio se toma el edificio de EL TELÉGRAFO

Carlos Figueroa es uno de los fundadores de la agrupación, junto con Paúl Quimí. En esta intervención presenta una historia sobre su propia vida.
Carlos Figueroa es uno de los fundadores de la agrupación, junto con Paúl Quimí. En esta intervención presenta una historia sobre su propia vida.
Foto: Lylibeth Coloma / El Telégrafo
16 de octubre de 2017 - 00:00 - Redacción Cultura

Preludio, un grupo de ocho estudiantes de artes que enfilaron la lista del extinto Instituto Tecnológico de Artes (ITAE), se tomó el antiguo edificio de Diario EL TELÉGRAFO para montar una muestra que titulan ‘La distancia’. La exposición está acompañada de la publicación de un panfleto al que llamaron ‘EL POLÍGRAFO’.

En este periódico de tan solo cuatro carillas recogen las historias que se tejen alrededor de los trabajos individuales que han instalado en dos pisos del edificio. Los autores juegan con la ausencia de un texto curatorial. Aunque en esta muestra, a diferencia de otras de autores de su generación (todos son de los 90), sí hay un curador y es su maestro, el artista visual Jorge Aycart.

‘La distancia’, pensada como un recorrido por uno de los edificios más emblemáticos del centro de Guayaquil, empieza por la sala de sesiones, con el piso regado de hojas de mango seco, como en cualquier terreno rural de la Costa ecuatoriana. El camino lleva a un par de cuadros pintados en óleo, de autoría de Carlos Figueroa. El uno está pensado como el reflejo del otro. En el primero, de lado izquierdo de la pared, aparece su madre de joven con una deformidad sobre el rostro y como un reflejo (o diálogo), del lado derecho aparece un cuadro de la misma mujer en la vejez, con un niño pequeño de la mano.

Figueroa propone un relato ficticio sobre su propia muerte. Este está influenciado por dos textos (uno de Kafka y otro de Enrique Vila Matas) en los que se cruza la historia del Odradeks, como un asesino del inconsciente del autor.

  En otra etapa del relato, un investigador acecha por pruebas del asesinato del autor en un cuarto de interrogatorio que tiene fotografías del álbum familiar. Desde otra habitación, una violinista interpreta los electrocardiogramas del corazón de Figueroa cuando era niño y este órgano le causaba dolores. “Mi trabajo es contar mi  historia”, dice el autor.

El colectivo cultural Preludio se tomó dos pisos del antiguo edificio de este diario para hacer sus instalaciones. ‘La Distancia’. es el nombre de la muestra. Foto: Jéssica Zambrano / El Telégrafo

Ricardo Jordán escribe la vida de un ser que no existe y emula su importancia con la proyección de una parte de su supuesta autobiografía y un gran retrato. Sally Sánchez propone una serie de tejidos a los que llama ‘Urbanitas’, a modo de señales de tránsito ubicados en las paredes de un salón con mampostería dorada. Los tejidos conforman varios cerros y están sostenidos por los rastros de algún animal endémico de la ciudad: caracoles, ratas, iguanas ocultas sobre casitas diminutas.

En otra sala continúa con esta serie pero esta vez lo enlaza con unas esculturas de ratas de yeso. Con el trabajo de Jordán se entiende el titular de ‘El Polígrafo’: Plaga de roedores pone en alerta a trabajadores y moradores del centro. 

 José Pinto trabaja la serie ‘Colapso’. En ella, a través de varias pinturas, recrea en óleo una historia romántica de la Unión Soviética. De esta misma serie presenta imágenes históricas trabajadas con la ceniza de restos que recogió de Cerro Colorado. Además, Pinto pone a dialogar su propuesta plástica con los utensilios de metal con los que trabajaba su abuelo en un taller mecánico, tras recoger varios instrumentos y armarles una especie de santuario.

Lisbeth Carvajal rapta una de las sillas rojas que presentó su maestro Xavier Patiño en la obra Línea Roja, montada en la muestra retrospectiva de La Artefactoría en el Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC).

A través de esta obra, Patiño intenta explicarle a la burocracia de qué se trata la enseñanza en artes. Carvajal, al contrario, toma una silla para representarse a sí misma frente a la proyección de una araña construida en 3D que menea la colita e intenta cortejarla. La araña está por corroerla y construir su tela en la alumna, si ella se deja.

Ricardo Fernández toma las estructuras deterioradas de la mampostería de una de las salas del edificio patrimonial para generar nuevas transformaciones que aluden al paso del tiempo en la estructura y su deterioro.

Daya Ortiz presenta una serie de dibujos abstractos que cuelgan de la pared sobre unas estanterías de vidrio. Los dibujos están hechos de material orgánico: una pelota de mugre que se desprendió de su piel luego de un proceso de mudanza.

Paúl Quimí cierra la muestra con la proyección de un bailarín de danza folclórica en una instalación de ortigas e hilos que intentan emular los pasos que hay que seguir para bailar como en la proyección.

La propuesta tiene tres estaciones: la proyección, el paso de los espectadores por los hilos y el camerino, donde reside la ropa del bailarín y una máscara de una cultura desconocida, creada por el autor. (I) 

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