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Entrevista / Sandra Araya / Escritora y Editora Quiteña

"Hay una frontera muy tenue entre la inocencia y la crueldad"

Sandra Araya, escritora y editora quiteña
Sandra Araya, escritora y editora quiteña
Foto: Marco Salgado / El Telégrafo
12 de agosto de 2017 - 00:00 - Luis Fonseca Leon

Sandra Araya Morales (Quito, 1980) es la editora de la revista Babieca, una publicación mensual para espectadores de cine. Pero en su oficina no hay pantallas, sino libros, pinturas y, sobre todo, ventanas, aunque la luz de la ciudad soleada le parece insoportable. Como para extender la paradoja, las nouvelles Orange, La Familia del Dr. Lehman y El Lobo, fueron construidas con ese material iridiscente o su revés, la sombra.

Cuando tenía dos años, la abuela de la autora la visitó y, para obligarla a dormir temprano, usaba un recurso estremecedor: silbaba llamando a un lobo ficticio. “¡Looobo, veeen...!”.

Alguna vez habló sobre una maldición familiar, la cual caracteriza su ficción. ¿Seguirá  manteniendo eso como leitmotiv?

Seguramente. Es un tema que se adapta a muchas situaciones, desde una cuestión psicológica. El fundamento del vudú es que tú creas la maldición que te están echando y tiene un significado, al igual que lo tiene para los personajes que la padecen, que la adaptan a su situación. Me parece un buen motivo literario.

La luz, casi como condena, siempre está presente en su narrativa...

Esta obra (El Lobo) difiere en mucho de las anteriores, que se manejan en la luz. El ambiente, ahora, tenía que ser más sombrío.

Pese a que no sitúa la historia explícitamente en Quito, su protagonista, una niña, le pregunta a su padre por qué la Virgen del cerro aparece pisándole la cabeza a una culebra...

Eso está basado, efectivamente, en una pregunta que le hice a mi padre cuando era niña, pero que no me quiso responder porque dijo que ‘no quería llenarme de telarañas la cabeza’. Él trataba de mantenerme alejada de la religiosidad, a pesar de que crecí en una familia católica tradicional. Siempre me inquietó la figura de esa estatua (la Virgen de Quito); los referentes bíblicos me parecen horrendos.

¿Qué otros temores infantiles recordó durante la escritura?

El que me provocaron las arañas. Las pesadillas que están narradas en el libro son reales, son sueños que tenía de niña y que me llevaron a la ‘maravillosa’ conclusión de que nací asustada, con miedo. Fueron pequeños temores los que empecé a rescatar de mi niñez para buscar la raíz de los temores que tengo ahora y, ahí, empecé a armar este carácter que conjuga temores míos, temores de otros niños... La idea era armar un personaje que estuviera muy asustado pero que, al final, encontrase cierto consuelo en ese temor absoluto que tenía.

Cada escena, capítulo quizá, tiene un hilo de tensión. ¿Eso se debe al suceso narrado o surgió después?

Con esta novela me demoré más tiempo (8 meses) que con La Familia del Dr. Lehman porque todo lo que está ahí está puesto muy a propósito, le eché mucha cabeza, desde el primer borrador.

¿Recuerda cuándo tuvo la pesadilla de los cuerpos destrozados que situó fuera de una ventana en la novela?

La de las arañas la tuve a eso de los 8 años, entonces, la otra la tuve más grande. Eso se debió a que había visto Drácula, de (Francis Ford) Coppola, y tenía muy fija la imagen del campo de batalla en el cual Vlad empalaba a sus enemigos. En esa época, también estaba leyendo un libro de fantasía heroica donde había una imagen similar, era la saga Deryni, de Katherine Courts. Mis pesadillas están alimentadas por el tipo de cosas que veo.

¿Qué ve y lee ahora?

Estoy leyendo un tratado sobre el suicidio en Occidente, se llama Semper Dolens, de Ramón Andrés. Pero no porque hable de eso sino por cómo ciertos cuerpos son marginados por su decisión de cuestionar la vida. Recién leí El Obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, porque estoy trabajando un personaje con base en ese autor, entonces, siempre trato de ver y leer cosas de acuerdo a la idea que tengo fija en la cabeza para contar.

¿Cómo es posible que una ciudad, en apariencia tan luminosa como esta, albergue una ‘realidad’ tan oscura como la de sus ficciones?

Detesto la luz. La gente cree que las cosas horrendas solo pasan en la oscuridad, pero no. La luz te ciega, es engañosa, siempre insistiré en eso. Hay que acordarse siempre de Mersault, el personaje de (Albert) Camus que [en El Extranjero] comete un asesinato cuando tiene el sol en la cabeza y de la noveleta El Secreto, de Javier Vásconez, en la cual un tipo que anda rodando por las calles se lleva a niñas a la montaña para violarlas y matarlas a plena luz del día. Aparte, mis recuerdos entrañables sobre Quito transcurren en la lluvia, no me gusta el verano y sé que en los lugares donde hay mucha luz también hay lugares de sombra.

Esta ciudad tiene callejones estrechos y cuando oscurece, oscurece en serio.

Además, hay una montaña arriba, un volcán que siempre me ha parecido estremecedor por las grietas que dan la idea de que un día se va a abrir la tierra y nos va a tragar. Existe una luz extraña.

Es como una pintura en apariencia amigable a la que se puede reinterpretar y padecer...

Si bien nunca he preferido la obra de (Oswaldo) Guayasamín, la serie que tiene sobre la capital me gusta mucho: el Quito negro, rojo, amarillo. Esas perspectivas de luz sobre la ciudad siempre me llamaron mucho la atención.

Esto no depende tanto de si tenemos un buen clima o si la ciudad es bonita -no digo que sea fea- pero tiene lugares oscuros. Detrás de cada historia puede haber algo siniestro, la luz puede darte la idea de felicidad pero es una ilusión solamente. En los niños, por ejemplo, veo una frontera muy tenue entre la inocencia y la crueldad.

¿El lobo es un personaje real?

Lo es. Pero me reservo las características que tiene y que no narré en la novela. Allí es una presencia que asusta a la niña, pero también le da solaz, es algo que permanece con ella. Es, en cierta manera, lo que la cuida, es una metáfora del miedo: te paraliza, sí, pero también te mantiene alerta frente a los otros peligros, los reales. La frase que le dice el padre a la niña también me la decía mi padre, que en realidad era mi abuelo: ‘No le tenga miedo a los fantasmas, téngales siempre miedo a los vivos, que son los seres peligrosos’. Cuando estaba construyendo este personaje (al lobo), sabía que tenía que darle una identidad como presencia, porque si nombraba el miedo iba a ser algo muy genérico y, a la vez, muy abstracto. (I)

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