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El Telégrafo
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Este año presentará un nuevo trabajo: ‘Tazas rosas de té’

Gabriela Ponce busca radicalizar el gesto

En teatro, Gabriela Ponce ha dirigido, escrito y adaptado Paralelogramo, Esas Putas Asesinas, Caída (Hemisferio-Cero) y Entrada en pérdida. Este año aparecería su nueva obra, Tazas rosas de té.
En teatro, Gabriela Ponce ha dirigido, escrito y adaptado Paralelogramo, Esas Putas Asesinas, Caída (Hemisferio-Cero) y Entrada en pérdida. Este año aparecería su nueva obra, Tazas rosas de té.
Fernando Sandoval / El Telégrafo
18 de febrero de 2016 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez

A la niña que estaba rodeada de libros, títeres, expuesta a la palabra, al teatro, aunque no le interesaba mayormente ese mundo, le regalaron un diario y, con ello, una exigencia: indagarse, mirarse desde el fondo. “Bueno, escribe”, siente que le dijeron cuando le entregaron ese objeto. “Bueno, empieza a tener una vida interior, a preguntarte qué te pasa, cómo te sientes, a narrar lo que te sucede”, fue lo que pasó. La niña, desde ese momento, nunca dejó de registrar, cuestionar sus emociones. Luego, ese ejercicio se transformó en algo que superaba sus inquietudes personales. Eran pensamientos, diálogos, ficciones. Era escritura. Era obstinación.

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A Gabriela Ponce (Quito, 1977) le tomó algunos años, algunos diarios, algunas carreras, algunos desplazamientos territoriales y emocionales encontrar el espacio vital desde donde quería expresarse: el cuerpo.

En un inicio, estuvo a punto de inscribirse en la Facultad de Derecho pero, azarosamente, tomó una clase con Alexei Páez e intuyó que ese podría ser su camino, así que estudió sociología y relaciones internacionales. Luego, al graduarse, hizo una maestría en Filosofía y tomó un taller de teatro con Guido Navarro, en el que saboreó, por primera vez, ese mundo y supo, también, que no quería salir de él, de ese entorno, y entró, durante 4 años, al Laboratorio Malayerba.

“Malayerba es un referente. Tiene una aproximación y un trabajo de investigación importante en el cuerpo, en el trabajo físico. Primero hay una disciplina de formación del cuerpo y luego de una dramaturgia de actor: el actor como creador, no solo como intérprete. El actor se hace en un proceso creativo a través del cuerpo, a través de la construcción de su propia escritura, y la escritura se hace con el cuerpo. Ahí descubrí mi interés por la dirección, la puesta en escena, la semiótica”.

Al concluir Malayerba, la escritura, el proceso de adaptar, dirigir, trabajar con gente, mezclar disciplinas, interpretar textos, crear universos, interpelar subjetividades se desató en Gabriela: junto a un grupo ganó un concurso en el Teatro Nacional Sucre, con el montaje de la pieza teatral Paralelogramo, del poeta Gonzalo Escudero. Después, aplicó a una beca Fullbright y partió a Estados Unidos, en Illinois, a estudiar dirección de teatro. Allí, dados los grandes períodos de soledad y distancia, de mirarse mucho, se propuso la escritura de una obra, Entrada en Pérdida, que la envió al concurso La Escritura de la Diferencia y resultó ganadora.

“En Estados Unidos el teatro académico es muy convencional, tradicional. Se hacen obras desde un formato específico que no me interesa. Sin embargo, pude investigar lo que quería: el teatro físico, la dramaturgia, digamos que un teatro al que se le llama posdramático, que ya no tiene al texto como el eje central, con esa jerarquía sobre otras dramaturgias que ocurren en escena. Me interesaban procesos de creación más centrados en el diálogo con los actores, en dramaturgias experimentales.

Mientras que el teatro ecuatoriano ha estado muy deprimido, muy limitado a unos lenguajes bien específicos.  El hecho de que siempre ha tenido muy pocos recursos, que en un momento dado estuvo tremendamente limitado por el ejercicio de la  militancia política,  agotó un discurso y un contenido, se le olvidó el universo de lo estético, incluso del cuerpo. Ese teatro estaba marcado por un texto político y no hubo intercambio con otros espacios de afuera, aparte de un vínculo que se hace con Enrique Buenaventura o La Calendaria”.

Pero también, gracias a ese tiempo de libertad sin ataduras, esa experiencia de absoluto anonimato, inició el desarrollo de otros proyectos que, años más tarde, se verían materializados en, por un lado, su primer libro de cuentos, Antropofaguitas, con el que ganó el Concurso Nacional de Proyectos para el Fomento y Circulación de las Artes, y la producción de la obra teatral e instalación Caída (Hemisferio Cero), la cual convocó a una serie de artistas de diferentes ramas.

Actualmente, con la seguridad de que la experiencia teatral ocurre siempre en grupo, en conjunto, Gabriela emprendió un proyecto colectivo denominado Casa Mitómana, que busca ser un espacio de circuito y circulación de arte.

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La propuesta narrativa y dramatúrgica de Gabriela Ponce se encuentra, de alguna forma, explicada en un texto de Georges Didi-Huberman sobre la invención de la histeria, en el que hay una referencia a Freud que le dejó un eco. La cita dice que cuando lanzas un cristal en el piso y ese cristal se parte, sigue un recorrido que tiene su origen en la fisura, que ya estaba dada por la estructura de ese cristal.

“Es una idea potente, el que cada uno tenga una fisura tan singular, y es ahí, en esa herida, desde donde me he propuesto investigar, escribir con bastante honestidad. Y con honestidad me refiero al hecho de meterme, ingresar en esa fisura y dejar que hable. No ha sido mi interés hablar de lo femenino, pero obviamente estoy tan conectada con eso porque finalmente eso soy y habla a través de mí. Me interesan esos espacios fronterizos donde no es tan fácil hablar, donde las cosas son inciertas. Lo perverso, lo tierno, lo cursi, lo sensual y lo sexual están ahí como en ese espacio paradójico, pero más a lo Deleuze, no en contradicción, sino en convivencia”.

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La última obra que montó Gabriela Ponce fue una adaptación libre del cuento de Roberto Bolaño, Putas Asesinas, en la que una vez más se manifiesta esa intención por hablar desde y para el cuerpo, de poner al espectador contra la pared para saturarlo de referencias, de perversiones, de texturas, para descentrarlo de ese lugar cómodo, y hasta aburrido, al que ha estado acostumbrado -no solo en el teatro ecuatoriano- sino en la literatura local.

“Creo que el acto de escribir implica radicalizar ciertos gestos y lo que me interesa radicalizar es el gesto perverso. Parto, obviamente, de lo que conozco, pero también de los mundos que me han rodeado, que son muy ricos: soy hija de una madre súper feminista que ha estado ahí, llevándome a lugares que me han confrontado con dureza y, al mismo tiempo, me he criado con una abuela curuchupa. Esas contradicciones me generaron unas perversiones y lo que hago, voluntariamente, es ir hacia esa radicalización, como a empujar el gesto lo que más pueda. Por eso en ‘Antropofaguitas’ hay a ratos un exceso de ese lenguaje tan coloquial, tal vez, directo. Los temas que abordó son como un ejercicio de libertad y, por ejemplo, el tema de la maternidad siento que hay que complejizarlo porque soy madre. Ha sido un tema que me ha generado un montón de preguntas, desde el instante en que me embaracé. Hay tantos códigos, hay un discurso tan inteligentemente armado por el mercado y por el poder sobre lo que es la maternidad y lo que es la madre, el amor y eso. Para mí era importante plantear dudas y decir ‘no es tan así, yo aprendí a quererle a mi hija, no es una cosa dada, me la entregaron y no la quería’. Eso les pasa a muchas mujeres”.

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