Entre recuerdos y olvidos, Efraín Jara Idrovo prepara su nueva obra

Desde lo alto de su departamento, Cuenca es una sabana de techos rojos intermitentes que se arriman en lontananza a los cerros del Cajas. Desde allí, investido ya de la trascendencia histórica que le corresponde, Efraín Jara Idrovo se esfuerza en continuar creando, aunque ya no con suficiente autonomía.

Un accidente de tránsito, en 2006, cuando era presidente de la Casa de la Cultura del Azuay, lo sumió en el silencio, le complicó la vida: perdió la capacidad para hablar, para ver y los recuerdos se le fueron uno por uno, sin decirle nada. Su memoria se le fue vaciando. Él, que había dado miles de palabras al servicio de la cultura, se había quedado sin ninguna.

“Prácticamente tuve que aprender a hablar de nuevo”, comenta, mientras con la mirada inútil busca dónde asentar lo que dice. Flanqueado por cuadros de diversa temática, botellas de licor vacías -solo de adorno, pues ya se sabe la influencia que tuvieron en su vida- y un gato que, de vez en vez, pasa revista a los pies de los presentes, cuenta cómo ha ido tratando de sobreponerse a lo aciago del destino.

Se levanta a las 08:00, escucha las noticias, no se pierde nada del quehacer cultural. Luego le pide a Johanna, una joven que le sirve de dama de compañía y asistente, que le lea libros de Fernando Tinajero, Leonardo Valencia y Alejandro Moreano, porque “sigo hablando de la escritura, aunque ya no escribo”.

Pese a esta enorme dificultad, que ha supuesto luchar cuerpo a cuerpo con una memoria cada vez más esquiva y una luz egoísta, el maestro, a los noventa años, ha emprendido su última aventura literaria: usar una grabadora para luego transcribir lo dicho, “tal como hacía Borges”. De esta manera, y con la asistencia imprescindible de su hijo Johnny, ha logrado concluir Cartas desde Galápagos, texto que se publicará este año y cuyo prólogo está a cargo de Cristóbal Zapata.

El libro, que tiene alrededor de 180 páginas, quiere mostrar todas sus vivencias en la isla Floreana, adonde llegó en 1954 huyendo, como él mismo lo dice, del alcohol y de los amigos que lo inducían a beber, entre ellos el célebre ‘Fakir’, César Dávila Andrade, a quien considera uno de los mejores en el arte de la versificación.

Allá, en la isla, donde solo encontró 25 habitantes y un mar de oleajes persistentes, el autor de Sollozo por Pedro Jara y otras obras fundamentales, abrió una escuela e intentó enseñarles lo básico, aunque no siempre con buenos resultados, pues en un lugar donde “no leían ni el periódico, qué iban a leer el Ser y el tiempo, de Martin Heidegger”.

Desconectado del continente e instalado en ese sitio al que los barcos llegaban cada 6 meses, una de las formas de mantener vivos los afectos lejanos fue escribirles a sus familiares, amigos, profesores y a su madre, Leticia. Pocos -con la excepción de ella y un profesor- le contestaban las misivas, por lo que hace autobiográfica la frase “el coronel no tiene quién le escriba”.

Ahora Efraín Jara Idrovo quiere mostrar todas esas cartas, que son una especie de resumen de los sueños de ese entonces, algunos de los cuales hallaron cauce propicio y otros, se supone, no tanto.

No tiene quejas contra la vida, aunque asegura que ha tenido que “llegar a viejo para tener algo de resonancia” y que muchos de sus libros editados aún aguardan amontonados debajo de una cama. Vive holgadamente con lo del Premio Eugenio Espejo (que le fue otorgado en 1999) y una jubilación de maestro que no se entiende a cabalidad, pues, si de maestro se trata, aún lo sigue siendo. (I)