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El Telégrafo
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En 1919 se trasladó a París y se quedó allí hasta los 64 años, poco antes de su muerte. formó parte del grupo surrealista

Alberto Giacometti, el artista que modeló las incertidumbres del ser

Retrato de Alberto Giacometti (fotógrafo desconocido) realizado en 1962, pocos años antes de fallecer.
Retrato de Alberto Giacometti (fotógrafo desconocido) realizado en 1962, pocos años antes de fallecer.
Fundación Alberto Giacometti
23 de febrero de 2016 - 00:00 - Cristina Zueguer-Albuja. Especial para EL TELÉGRAFO

Hacía frío aquella mañana, tanto como en estos días. Borgonovo (Suiza), su pueblo natal, se llenaba de amigos y familiares que acudían para despedir al maestro, al artista plástico que transformó radicalmente el concepto de escultura. El 11 de enero de 1966 moría Alberto Giacometti (Suiza, 1901-1966), “el artista existencialista perfecto”, “a mitad de camino entre el ser y la nada”, según Jean Paul Sartre.

Su relación con el vacío, el volumen y la perfección reflejados en figuras filiformes se convirtieron en reflejo de las incertidumbres que asolaron Europa durante la segunda mitad del siglo XX. Delgados hasta casi desaparecer, los seres del universo de Giacometti expresan que lo importante es el ser humano. No su piel o vestimenta, sino la representación, la percepción del individuo.

Alberto Giacometti, hijo del pintor postimpresionista helvético Giovanni Giacometti y apadrinado por el pintor fauvista Cuno Amiet, comenzó desde muy pequeño a dibujar. Diego, su hermano, fue su modelo recurrente hasta la muerte. Como cuenta a EL TELÉGRAFO el curador de la colección de la fundación Giacometti, Philippe Büttner.

Diego Giacometti recordaba que en el hospital, horas antes de morir, sintió cómo Alberto lo miraba, “exactamente como cuando lo iba a retratar, siempre con el deseo de reconocer”. Para el artista suizo, no era posible terminar un retrato, “porque las personas cambian mientras se exponen”.

En 1919 se fue a vivir a París y se quedó allí hasta los 64 años, poco antes de su muerte. En 1928 entró a formar parte del grupo surrealista y es en esta ciudad donde creció como artista. “Giacometti ha redescubierto la escultura en dos ocasiones”, explica Büttner. La primera, cuando se acerca a los surrealistas. Su obra Tête qui regarde (La cabeza que mira) “es importante porque revoluciona el arte de la época. La escultura adquiere otro significado para los surrealistas”, aclara el curador. “Ya no es el objeto que copia la realidad, sino que la realidad es observada, construida en el pensamiento para finalmente convertirse en un nuevo objeto”.

En 1935 y 1936 llega el momento de la ruptura con el movimiento surrealista. De esta etapa son sus pequeñas figuras, diminutas, pero sin llegar a desaparecer. “Con gran terror, mis estatuas han comenzado a reducirse. Se trata de una catástrofe pavorosa”, declaró en 1940 con auténtica angustia, porque fiel al espíritu de su tiempo, Giacometti observaba sus obras desde la insatisfacción perpetua, hasta el punto que pasaba regularmente por períodos de desesperación. “Debo lograr reducir mis esculturas al formato de un mechero. Una figura que pueda ser abrazada completamente, de un solo vistazo, en su totalidad. La mirada no debe saltar de una esquina a otra, vagar de un detalle a otro. La visión debe ser total, absoluta”, le confesó al escritor, editor y coleccionista Nesto Jacometti.

Con 37 años, Giacometti tuvo una revelación al ver a su amiga, la modelo Isabel Lambert, alejarse en medio de la noche hacia el boulevard Saint-Michel. Observó cómo se hacía cada vez más pequeña, pero sin perder intensidad y conservando intacta su propia identidad. Giacometti tuvo, a partir de ese momento, una obsesión: transformar esa visión en una escultura.

Este período coincide con la II Guerra Mundial, donde la abstracción en el arte es muy importante: en Giacometti se queda la figura del individuo. Avanzando por ese camino, por reducir la figura humana a su esencia, Giacometti realiza en 1947 una escultura que marca un punto de inflexión en su carrera y en la historia del arte.

Lleva por título Hombre que camina y es una reinterpretación de la obra homónima que en 1878 realizó el francés Rodin. La diferencia fundamental es que el hombre de Giacometti ha renunciado a su corporeidad: es un ser descarnado, un saco de huesos.

“He visto las esculturas de Giacometti, son muy potentes y al mismo tiempo tan delicadas que te entran ganas de describirlas como nieve que conserva la huella de las pisadas de un pájaro”, dijo Jean Cocteau, quien junto con Sartre, Picasso, Miró, Max Ernst o Jean Genet, fue uno de los muchos admiradores del trabajo de este escultor suizo obsesionado con el vacío.

Su fama llega durante la II Guerra Mundial, primero en el mundo del arte, para luego popularizar su nombre, sobre todo en Europa donde hasta ahora se realizan innumerables exposiciones que lo indagan y redescubren. “Sus esculturas son la escenificación de la figura del ser perdido en el espacio, en la desolación del vacío. Eso es lo que imprime actualidad a su obra”, sentencia el curador.

La percepción del individuo y su existencia son los temas recurrentes de este misterioso artista que se mantuvo fiel al arte, un hombre despojado de todo, y es tal vez por eso que sus obras no han envejecido. Así lo asume Philippe Büttner.

Hoy, 50 años después, la obra del artista suizo está también entre las más cotizadas en el mercado desde que en febrero de 2010 pulverizó todos los récords con El hombre caminando I (1961), adjudicada en subasta por 104,3 millones de euros.

Se sabe que era un artista muy radical, que dejó la vida en la realización de sus obras, y es algo que se nota en la intensidad, en la autenticidad que es inalcanzable. “Era un artista extraordinario, vivió en una época prolífica para su arte, su imagen era la del artista despeinado que vivía en París por y para el arte. Estuvo siempre en el mismo atelier: un lugar de 5 x 4,20 m, afuera, en el patio, había un pequeño lavabo. Era la imagen del artista que no se deja impresionar por la fama y el dinero”, cuenta Büttner. Era un perpetuo inconformista, dedicaba muchas horas a la lectura, “pero no era un teórico, todo lo que percibía está plasmado en sus obras”.

Es un artista íntimo, enigmático. En Giacometti no encontramos a la persona que se sienta en un bar a tomarse un café, sino a aquel que se pregunta sobre su destino, al reflexivo, al que interioriza, al que se cuestiona. Es un artista que utilizó la escultura y la pintura para modelar la presencia del ser. (I)

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