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Crónica a pie

Una 'agencia de empleos' que funciona al aire libre

Una 'agencia de empleos' que funciona al aire libre
Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
28 de septiembre de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero. Periodista

La cuadra de Luque, entre García Moreno y José de Antepara, es famosa porque allí queda Radio Cristal y porque desde allí, desde su balcón, Julio Jaramillo le decía al pueblo cómo lloraba su guitarra y estaba dispuesto a dejar en manos de su amada su palpitante corazón.

Hoy, si bien ya no se escucha al ‘Ruiseñor’ gorjear desde las alturas, el sitio sigue teniendo a sus conocidos ocupantes: los desempleados, esos seres a los    que la sociedad mantiene en lista de espera para que les cambie la suerte.

Como no tienen jefe que los controle ni tarjeta que marcar, llegan de a poco, sin hora fija, pero siempre antes de las 9. La mayoría lo hace en bus porque lo que menos hay es plata como para gastar en taxi.

Entusiastas, se apostan en las veredas, en los portales, fuera de los almacenes cercanos y si hay algo que los caracteriza es su expectativa en torno a cualquier carro que se parquee por el lugar en busca de mano de obra.

Comparten esa sensación de esperanza, pero no pocas veces tienen que regresar a su trinchera, pues el oficio requerido no es el de ellos. “Buscan un profesor de inglés en donde hay gasfiteros”, se queja alguien con evidente enfado.

Washington (Wacho) Velarde es albañil desde que tenía 13 años. Hoy, cuando tiene 25, cree saber todos los secretos de la construcción. De aspecto menudo y piel oscura -ojos rasgados, nariz aguileña y pelo indómito- ha hecho de la esquina de José de Antepara su sala de espera en pos de mejores días.

“No siempre sale trabajo, pero a veces sí hay. Lo bueno es que ya a uno lo conocen, sabe que hace las cosas bien, y vienen directo a buscarlo”, comenta mientras desde su mochila raída asoma un bailejo con rastros de cemento.

A dos metros de Wacho, en actitud silente, Julio Romero saborea un pastel de carne y un vaso de cola negra. Cerca de sus pies un juego de desarmadores y un comprobador de energía eléctrica delatan que lo suyo tiene que ver con instalaciones, cables e interruptores.

Vive en Monte Sinaí, en donde hace tiempo no le faltó trabajo debido a las conexiones clandestinas que hay en el sector, pero eso ya se terminó con las legalizaciones. Ahora quiere algo ‘legal’ y que no sea tan peligroso, pues una vez casi se queda chamuscado por una descarga imprevista.

“Este trabajo es de mucho riesgo, pero hay que trabajar en algo”, comenta mientras siguen llegando más personas en busca de una ‘pega’ que le ponga coto a tantas necesidades. De su pastel de carne solo quedan migajas en el suelo y del vaso de cola, solo el vaso a merced del viento que comienza a calentarse. De allí tocará esperar hasta el mediodía, cuando las tripas ‘le armen sindicato’ y haya que calmarlas, quizá, con otro pastel. O con una promesa.

A lo largo de la calle Luque los carros no dejan de circular. Los buses urbanos contribuyen con el estrés generosamente y los que tienen trabajo se ufanan de él en medio de los más necesitados. En ese pedazo de Guayaquil la vida pasa sin dar explicaciones de por qué unos sí y otros no.

Luisa Gamboa es de El Empalme, tiene solo 17 años y dejó el colegio porque su padre murió y tuvo que ayudar a parar la olla sin alternativas. Busca empleo de doméstica, ocupación de la que está segura puede cumplir a cabalidad.

“En el campo a uno desde chiquita le enseñan a hacer un arroz. Y no solo eso, también a lavar, a planchar, a asear la casa. Esto sin contar cuando hay que meterse al monte a ayudar a los mayores”.

Sus palabras, salidas de una boca de perfecta dentadura, podrían convencer a cualquier matrona acomodada; sin embargo, según dice, “lo duro es que le crean a uno que es honesta y no le pidan tantos papeles”.

Los ‘papeles’ a los que se refiere la joven campesina son las recomendaciones de honorabilidad que suelen pedir en las casas y que no siempre se consiguen porque aquí nadie la conoce. “Toca que confíen, nada más”.

En medio de la espera, algunos matan el tiempo intercambiando bromas, ensayando composturas, compartiendo algo de lo que comen, siguiendo hasta doblar la esquina a la agraciada chica que pasó de cerca. La mayoría ya se conoce pues, en cuanto cumplen algún trabajo, especialmente si no demanda muchos días, regresan al sitio en busca de otra ‘chamba’, por barata que sea, que alivie las penurias.

Allí ya nadie les cobra por ocupar los portales ni veredas; nadie les pide que se hagan más allá ni nadie los mira con mala cara por la frecuencia con que van. La calle es la calle y ellos le han puesto un airecito de esperanza que, a veces, muy a veces, se hace realidad. (I)

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