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El Telégrafo
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Crónica a pie

Si el ‘viejo Platiní’ lo dice, entonces es la pura verdad

Si el ‘viejo Platiní’ lo dice, entonces es la pura verdad
Foto: Miguel Castro/El Telégrafo
05 de octubre de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero. Periodista

Los deberes del lunes bien pueden esperar un chance; el aseo del patio también; ni se diga ir al peluquero o lavar los zapatos de educación física, hechos una mugre. Un sábado, a las 3 de la tarde, lo que cuenta es que la calle esté despejada, haga sol o esté lloviendo. El peloteo del fin de semana, ese sí, nunca puede esperar.

Así lo saben todos los de la barriada de la Vacas Galindo y la 22 desde que la calle era pura tierra y un balonazo desorbitado bien podía caer en medio del estero Salado.

Ahora, los tiempos han cambiado, pero el fanatismo, no. El balón, aunque ya no es de lana ni de trocitos de caucho de zapatilla pobre, pide que se le ponga atención. Es casi una orden.

El primero en llegar es el ‘viejo Platiní’, ya medio cincuentón, pero es el que organiza a los chicos. Tiene tras de sí una trayectoria que, según él, lo llevó a jugar en las inferiores de Barcelona en la época del Red Park, cuando la paga de un gol bien hecho no iba más allá de un sánduche y una cola. Por eso, por ese pasado, a Platiní se lo mira con respeto y admiración.

El resto de la gallada no pasa de los 20. La mayoría estudia, pero a las 3 de la tarde de los sábados, todos se agrupan en torno del ‘viejo Platiní’ en espera de que se armen los equipos.

La inspiración les llega hablando de los goles del campeonato, del penal errado, de la brutalidad del delantero, de la falla del arquero, de la necedad del técnico. Gritan, más que hablan, y todos quieren tener la razón; nadie cede en sus comentarios no exentos de improperios y palabras subidas de tono.

El ‘viejo Platiní’ solo escucha. Manda a ver el balón a la casa cercana del flaco Mendieta, aquel que, aunque juega poco, siempre está listo para hacerlo. “El flaco es habilidoso, pero un encontronazo lo puede mandar de oreja contra la pared. Y aquí vale todo. Don Mendieta -su papá- es medio jodido, después va a venir a reclamar...”, asegura Platiní, metido en unos polines disparejos y chorreados.

Llega el balón y la formación es cosa de pocos minutos. Cada uno sabe con lo que cuenta, cada uno sabe quién vale, quién apoya desde abajo y quién debe estar sentado en la banca hasta que se haga de noche y lo llamen a merendar a grito pelado. A veces, solo a veces, se disputan a alguno porque “ustedes tienen más peso, están cargados”. El ‘viejo Platiní’ se encarga de equilibrar la balanza con su sabiduría de pelotero curtido.

No hay uniformes, solo camisetas de humilde confección y zapatos Venus con ganas de meterla al fondo de los piolines.

‘Tiroloco’ y ‘Care’jaiba’ son los encargados de ubicar los arcos en cada uno de los extremos. Los cargan con cuidado porque los pobres han recibido tantos pelotazos que sus mallas han cedido en todos lados y a veces reciben goles engañosos. Solo los parantes están como deben.

Platiní se para en el centro de la cancha y con un chiflido agudo convoca a los capitanes de turno: deben acordar el precio de la victoria. Jugarán a $ 20 el partido, de 15 minutos cada tiempo.

El resto de la jornada será un ir y venir de piernas, empujones “rajes”, reclamos, puteadas de izquierda a derecha, rasmillones en las rodillas y un gol que se hace esperar solo porque no le da la gana de que nadie se alegre.

Los minutos vuelan y de las ventanas y balcones de la Vacas Galindo han comenzado a salir caras conocidas: la señora Irene, el pastor Vizñay, la gorda Flor, el policía Tito, don Reinaldo y el gasfitero de canas disimuladas que se deja ver entusiasmado.

El sudor hace lo suyo con los chicos; no les deja un solo sitio sin humedecer. El sol muestra manchas de agua en la lejanía, pero el partido debe continuar porque la consigna es esa: jugar. Y ganar.

A los 5 minutos del segundo tiempo, una escapada en diagonal de ‘Chichipate’ pone el único gol de la jornada. A falta de césped, no hay cómo celebrar tirándose en la cancha, pero el delantero se saca la camiseta del Barcelona catalán, la hace girar como una hélice y deja ver en su espalda un ángel tatuado con ganas de volver al cielo. Su hermana menor, la de moños sucios, lo aplaude en solitario desde la tienda de la esquina.

El partido termina. Se escuchan los reproches de lado y lado; las amenazas de que “ni más juego contigo”, el asesoramiento del ‘viejo Platiní’, la Coca Cola de dos litros compartida entre ganadores y perdedores, los músculos en máxima tensión, la respiración reposada. La imagen fresca del gol canalla. (I)

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