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El Telégrafo
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Crónica a pie

Para Bolívar, la muerte es un sinónimo de vida

Para Bolívar, la muerte es un sinónimo de vida
Foto: Mario Egas/El Telégrafo
15 de septiembre de 2016 - 00:00 - Patricio Carrera Andrade, Periodista sección Política

Cuando alguien escucha la palabra cementerio, enseguida la asocia con muerte, tristeza, soledad e incluso miedo. Para Bolívar Guachamín, quien ha laborado por más de 25 años como sepulturero en el tradicional cementerio de San Diego (Centro Histórico de Quito), es sinónimo de un hogar al que cuida con alegría y atiende los nichos de “sus muertos” como si fueran su propia familia.

‘Don Bolo’, como lo conocen en el lugar, es uno de los 12 empleados encargados de todas las labores que incluye el mantenimiento de instalaciones, tales como los mausoleos, osarios, sarcófagos, catafalcos, lápidas y nichos que ocupan las casi 3  hectáreas donde descansan los restos de alrededor de 65 mil almas.

El lugar está rodeado por tapiales altos de 6 metros que se fueron levantando con el tiempo porque, según cuenta Bolívar, antes había mucho problema con los profanadores que se metían para abrir los ataúdes en busca de joyas y partes de esqueletos, por eso construyeron el cerramiento más grande cuyas paredes cubiertas por yeso blanco lucen percudidas.

Bolívar dice que los huesos eran solicitados por estudiantes de Medicina y personas que creían que los restos óseos protegen la casa de ladrones; mientras que dueños de fondas pensaban que si ponían un huesito de muerto al fondo de la olla, les aseguraba buena venta. “Por eso se decía, cuando alguien acababa pronto de vender que era porque había cocinado con hueso de muerto”, comenta riendo.

El cementerio es un lugar muy activo. “A pesar de que caminamos entre difuntos,  este sitio está lleno de vida”, asegura Bolívar mientras realiza su habitual recorrido por el lugar, revisando que el sitio esté impecable. “San Diego abre todos los días de 08:00 a 17:00 y como en cualquier trabajo existen días más complicados que otros. Pero eso sí, no hay espacio para el aburrimiento; acá siempre hay qué hacer y se conoce mucha gente todo el tiempo”.

El hombre, a punto de cumplir 50 años, es corpulento, de trato dócil. Su rostro redondo es de tono cobrizo con pómulos rojizos. Su boca dibuja una sonrisa perenne; por eso siempre está contento. Confiesa que quiso ser abogado, pero la necesidad familiar le empujó desde que se graduó del colegio a la albañilería para ayudar a su padre a mantener el hogar. De esa manera llegó al cementerio hace ya un cuarto de siglo y se quedó “para siempre”.

La caminata de rutina incluye la parte trasera donde están los pabellones de criptas. Bolívar apura el paso para ir por sus herramientas ya que está agendada  una exhumación (desenterramiento). Los familiares de Rosario Núñez, residente permanente de San Diego desde hace 16 años, ya se habían reunido al pie del nicho de la mujer, que murió a los 84 años.

‘Don Bolo’ quiebra con un cincel el cemento que selló la tumba; desprende la lápida, saca el ataúd y con la ayuda de un compañero deposita el féretro de color café oscuro en el suelo donde alrededor de 25 personas (entre familiares, vecinos y amigos) observan curiosas.

La parentela se arremolina. “Es la mamita, ya le vi la cara”, dice con alegría Ramiro Ingta, quien se afana para sacar la tapa del sarcófago ayudado por uno de sus hermanos. Con suavidad retiran la calavera que conserva el pelo largo y la levanta para que todos la vean. “Abuelita, la bendición”, dice un muchacho mientras otro de los parientes destapa una botella de plástico que contiene licor preparado. “Este traguito le gustaba a mi mamá. Hay que brindar”, dice al tiempo que sirve un vaso que lo pasa a los asistentes tras regar un poco del contenido sobre el ataúd.

Los demás hijos se apuran para sacar las ropas y rescatar los huesos que son lavados con alcohol para quitarle una especie de aceite negro impregnado. Luego, Luis agarra un fémur y lo frota en su cadera. “Si te pasas un huesito de muerto en el lugar donde te duele, se te quita”.

Una de las mujeres retira 4 vértebras de la columna y las pone en el suelo y le dice a un niño de casi 2 años que las patee. “Es que se tropieza mucho; así se cura y aprende a caminar rápido. Ese es el secreto”.

Una vez limpios los huesos, los colocan en otra caja del tamaño de un balde y la dirigen hacia otra zona del camposanto para volverla a enterrar. “Gracias, mamá ‘Charito’, por haber cuidado a mis hijos y por dejarnos verte otra vez.

Seguro está como siempre cuidándonos desde el cielo”, comenta a manera de oración el hijo mayor. Todos se persignan y con mucha alegría salen del cementerio.

Bolívar explica que el uso de un nicho del tamaño de un ataúd cuesta $ 60 anuales, mientras que uno pequeño $ 20. “Por eso, cada cierto tiempo vienen los familiares y sacan los huesos para pasarlos a los nichos”. (I)

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