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Crónica a pie

La historia de los poncheros que se niegan a desaparecer

La historia de los poncheros que se niegan a desaparecer
Foto: Marco Salgado/El Telégrafo
23 de agosto de 2016 - 00:00 - Gabriela Castillo Albuja. Periodista web

Un camino de tierra y enormes rocas conduce a la casa de don Narciso Remache. Al fondo de un conjunto de viviendas de barro y pequeñas escalinatas de piedra está su domicilio, ubicado en Chilibulo, un barrio antiguo del sur de Quito.

Si alguien le busca no será difícil encontrarlo. Solo hay que preguntar: ¿Dónde vive el señor de los ponches? Con seguridad los vendedores de granizados y de chulpi con chochos responderán: “Vive acacito nomás. Salga del Hospital del Sur y vaya rectito dos cuadras, como yendo al norte, de ahí sube otras dos calles. Pero vaya ahorita mismo, que ya mismo sale a vender”.

Dicho y hecho. A las 08:00 del pasado martes, tres cochecitos con ponches estaban apilados al pie de su casa. 10 minutos antes de salir, don Narciso se sirvió el desayuno: una taza con café, pan y un huevo frito. Arregló su oscura cabellera con su diminuta peinilla y se colocó un impecable delantal blanco. Su gorrito de marinero completó el uniforme que distingue a los vendedores de ponche, una tradicional bebida dulce y espumosa que se consume en la capital desde 1904.

Esa mañana, Narciso salió con Jorge Saeza, cuñado y ‘colega’, quien vende ponche desde hace 18 años. A ellos se unió José Gamara, su primo, quien ha hecho el mismo recorrido por una década. El ‘Trío de Poncheros’ -así se les conoce en el barrio- salió para su habitual caminata por las sofocantes calles quiteñas.

Cada uno lleva un coche de madera con vasos y cucharas de plástico; lo más pesado es un cilindro de 50 libras que tiene un dispensador con el elixir. Las suelas de sus zapatos son testigos de las largas caminatas que duran hasta 12 horas diarias. Ellos estiman que en ese lapso recorren alrededor de 40 kilómetros. “Nos gusta vender un producto rico y sano —dicen— para mantener a nuestras familias”.

Estos tres hombres, oriundos de Chimborazo, como muchos otros, vinieron a la capital a probar suerte. Al menos eso lo ha intentado Narciso. Este hombre de 50 años, de estatura pequeña y ‘tiznado’ por el sol, es padre de tres hijos. Su esposa, Martina Yuquilema, vive en Riobamba y trabaja la tierra en una finca familiar. En 1998, Narciso decidió venir a la capital, luego de que su suegro, Manuel Antonio Saeza, le propusiera este empleo.

“Te va a ir bien porque los ponches se venden”, le recomendó su pariente político. Eso fue suficiente para armar sus maletas. A las tres semanas aprendió a servirlo.

Prepararlo no solo es parte de su jornada; es todo un ritual para él, tal como lo confiesa Jorge Saeza, quien estudió gastronomía. Narciso se sabe al dedillo la receta.

Primero se cocina la maicena con la leche durante 30 minutos, formando una sustancia similar a un engrudo, luego la mezcla sale del fuego para enfriarse y se le añade azúcar, luego se cierne. Después se agregan claras de huevo a punto de nieve y el ingrediente principal: la cerveza de malta. El producto se deposita en el tanque. La presión de la llave le da la textura espumosa, eso atrae a los clientes.

Remigio Calderón, uno de sus compradores, da fe de ello: “Es muy rico y me gusta sentir cómo la espuma se deshace en el paladar”. Por el vaso pagó medio dólar, aunque —recuerda—, cuando estaba en el colegio, el ponche se vendía en fundas de plástico y costaba 150 sucres en ese entonces.... ¡Qué tiempos aquellos!

En la ciudad existen alrededor de 20 poncheros que recorren los sectores más transitados de la ciudad. Ellos están representados por la Asociación de Poncheros La Magolita, que funciona con autogestión. El gremio se reúne en su filial, ubicada en la calle Rocafuerte, en el sector de la Mama Cuchara, en el centro de Quito. Ahí, en una especie de cofradía, los poncheros hablan de sus tareas y vicisitudes. Entre las novedades comentan sobre la modernización de los dispensadores de ponche.

José Gamara, por ejemplo, todavía conserva el cilindro con el que empezó el negocio la familia. El tanque tuvo una vida útil de 23 años. Ahora analiza cambiarlo por un cilindro de acero quirúrgico e inoxidable, que se fabricaría en un taller de La Mena 2. El nuevo artefacto es medio kilo más pesado que los modelos anteriores, pero puede conservar mejor el producto.

La Asociación también reconoce que esta labor se extingue poco a poco. “Cada vez quedamos menos vendedores de ponche —se lamenta Narciso—; es como que nos acabáramos de a poquito”. Aun así, él junto con su primo y cuñado empuñan los mangos de sus carritos de madera y visitan a los moradores de La Magdalena, Chillogallo, La Maldonado, El Recreo, Solanda.

Si la jornada es buena y si el humor y el ponche les acompañan se les ve recorrer por las calles de Conocoto, La Armenia, San Rafael, Capelo y Mirasierra. Ya en época de clases se toman los exteriores de las escuelas Abdón Calderón, de la Policía, el Centro Educativo Nazareth y el 5 de Junio. “Todo es a pie; nosotros no sabemos lo que es tomar un bus”, dicen a tres voces los (¿últimos?) poncheros de Quito. (I)

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