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El Telégrafo
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Crónica a pie

Flor, la taxista que quiere publicar sus memorias

Flor, la taxista que quiere publicar sus memorias
Foto: Mario Egas/El Telégrafo
13 de septiembre de 2016 - 00:00 - Luis Fernando Fonseca, Periodista

Los taxis son una suerte de termómetros móviles de las ciudades. La tarde de un día laborable —en las calles estrechas de San Blas, un barrio del Centro Histórico de Quito— el tráfico es ineludible y, tras el volante, una mujer destaca por su silencio. La paciencia es una virtud rarísima en la espera que generan los trancones, pero Flor Yaguar no toca el claxon así porque así. “El mejor lugar para enterarse de algo es un taxi”, dice, mientras le echa una mirada al retrovisor. El asiento trasero de su vehículo es un confesionario que ella define como el lugar más cercano a la fuente. “A veces, se sube gente que sale cansada de su trabajo y se desahoga contándole todo a una. Los taxistas nos enteramos de cómo funcionan las cosas antes de que estas se publiquen en cualquier periódico”, dice la conductora con una media sonrisa.

Sin proponérselo, a Flor le ha tocado transitar por varios oficios. Una noche de luna llena, disuadió a un hombre armado de que no se suicidara en el parque El Ejido. Una tarde nublada la asaltaron y se quitó el susto con un baño de agua helada luego de que sus compañeros llegaron a socorrerla. Una mañana soleada fue la partera improvisada de una mujer indígena que no alcanzó a llegar al hospital. La niña lleva el nombre de la taxista y ya debe tener unos 12 años.

Mientras Flor recorre la céntrica avenida Gran Colombia, una agente de tránsito le da paso al Nissan modelo 2005, sin reparar en que se trata de una taxista.

Nadie le miente a una mujer tras el volante, dice la conductora. El carácter confesional de las conversaciones cotidianas las hace reveladoras cuando se dirigen al desconocido que te lleva a tu destino. Si quien escucha es madre, la confianza se duplicará. “Para mí, como mujercita —dice Flor sin quitar la mirada del camino—, este trabajo se me hace más interesante que a un varón. A ellos, los pasajeros les hablan sobre romances, vicios, política y fútbol. En cambio, a una le cuentan intimidades porque las mujeres sabemos escuchar”.

Al taxi de Flor se subió un hombre que ella recuerda como un cuarentón “acontecido”.

—Señora, ¿qué haría usted si le digo que me quiero matar? —preguntó sin ambajes el pasajero que puso un revólver en el tablero—. Le hablo muy en serio.

—Si quiere hacerlo, bájese del taxi —respondió Flor después de frenar—, pero si cree que puedo ayudarle y que bote esa pistola, cuénteme lo que le pasa.

La vocación pedagógica de Flor viene de su hogar. Tiene 3 hijos, de 33, 31 y 11 años. Por la menor decidió cambiar los horarios de su oficio. La taxista —de 49 años— resume su vida con una frase que suelta en medio de la congestión: “Sin pensarlo, una se desocupa pronto de los hijos y queda sola en casa. Entonces le vuelven las ganas de ser madre”. Cuando alguien se sube al taxi de Flor Yaguar con un problema a cuestas, ella no solo lo escucha con la atención de una madre paciente —que no se inmuta ni con el tráfico, sino que lo redime con una cábala infalible: “Todos tenemos problemas, tristezas y alegrías, pero hay que ponerle buena cara al mal tiempo. La vida sigue y si nos amargamos con todo lo que nos pasa, nos hacemos daño solos”.

Conducir en las calles de Quito ha hecho que Flor Yaguar incorpore un mapa mental a su trajinar. Si un oficinista va con atraso, ella tomará algún atajo. Si un estudiante no ubica una dirección, basta que se la diga para que haga sus cálculos. Si una secretaria cuenta los sueltos de su cartera porque no sabe si le alcanzará para la ‘carrera’, Flor le dará una tarifa antes que el taxímetro lo haga. El desempleo la llevó a tomar el volante hace 2 décadas. Desde entonces no ha dejado de ser taxista y hoy es la única conductora de la veintena que componen la Cooperativa Centro Comercial Aeropuerto. El taxi fue una opción que no esquivó pese a que el prejuicio aquel de que las mujeres no saben conducir sigue siendo común. A Flor tampoco le interesaron las advertencias de quienes le anunciaban clientes embusteros. A ellos, Flor les pone freno cambiando una llanta sin ayuda de nadie. O echándole un ojo avizor al motor para evitar llamar al mecánico cuando el desperfecto no ha sido grave. El vínculo que tiene con su vehículo —al que llama “bebé”— empezó a forjarse durante la década en que trabajó en horario nocturno. Flor pasaba 12 horas manejando de noche y solo empezó a hacerlo durante el día desde que nació su hija menor.

Mientras conversa, la taxista gesticula sobre el volante. Un día, la cantante Juanita Burbano le dio un autógrafo que sumó a la colección que tiene y en la que están Azucena Aymara y un puñado de toreros, como Julián López, el ‘Juli’. Cuando los taxistas juegan vóley, Flor Yaguar prefiere charlar con sus compañeros, quienes saben de su seriedad y la respetan de una forma casi reverencial. Ella suele hacer anotaciones cada tanto porque quiere publicar un libro autobiográfico bajo el título Las historias amarillas de Flor. “Yo sé que un extraño es malo si deja de mirarme a los ojos”, suelta al recordar los peligros de la calle y acelera. (I)

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