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El Telégrafo
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Crónica a pie

El Centenario marca el ritmo de los guayaquileños

El Centenario marca el ritmo de los guayaquileños
Foto: José Morán / El Telégrafo
09 de septiembre de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero. Periodista

Las calles Víctor Manuel Rendón, Vélez, Pedro Moncayo y Lorenzo de Garaicoa acogen dentro de sí un mundo aparte, donde se combinan, al pasar, una y mil emociones: el parque Centenario.

Inaugurado en 1920, a propósito de los 100 años de independencia de la ciudad, el sitio mira hacia los cuatro costados de la ciudad y es punto obligado de confluencia de miles de personas a diario.

Antes no tenía “horario de atención” pero, ahora, con la llegada de la regeneración, sus puertas de hierro tienen un horario fijo, un horario que, pese a todo, alcanza para todo y para todos.

Así, allí es muy común ver a los fotógrafos urbanos, reacios a la modernización, quienes aún gozan de clientela y permanecen bajo la sombra de los árboles listos para congelar la mejor sonrisa de los viandantes de ocasión.

A pesar del paso acelerado del tiempo, conservan los caballitos de madera que cabalgan en su mismo sitio y los sombreros de charros de ala amplia que vuelven los rostros más pintorescos y agraciados. Quizá no tengan la misma demanda de antes, pero su presencia en el parque, en dirección a la Seis de Marzo, es parte de una postal urbana que trae la memoria las décadas de los 70 y los 80. Y quizá más atrás.

Junto a ellos no faltan los predicadores fervientes y sudorosos que conminan al arrepentimiento por esto y por aquello. Blandiendo sus biblias, con los brazos en alto, citan el Apocalipsis en voz alta, detallan la imagen del maligno y advierten a todos que estos son -lo dicen desde hace mucho- los últimos  tiempos porque “allí están las guerras en Siria, los atentados en Francia, el hambre en África” y hasta Donald Trump lleva su parte.

Mientras hablan, mujeres con vestidos más abajo de los tobillos, juntan sus manos en actitud reverente y dejan escapar al unísono un “amén” con connotaciones emotivas. No faltan los aplausos y los sonoros aleluya que refrendan un mensaje que, según ellos, es la palabra de Dios.

Sí, son los “hermanitos”, los bienaventurados que serán parte del gran arrebatamiento mientras los otros, los “pecaminosos”, no heredarán el cielo sino esta misma tierra que, al mediodía, hierve a casi 40 grados.

Su paso por el parque no es gratuito ni accidental, pues allí, sin menoscabo de las extintas Sodoma y Gomorra, la concupiscencia ha echado raíces vigorosas.

Mujeres de vida alegre, homosexuales discretos y espontáneos, deambulan sin pedirle permiso a la decencia ni a la moral. Lo hacen a cualquier hora del día, pero en especial por las noches, cuando la oscuridad es propicia para el desenfreno y hay menos ojos de los acostumbrados. Sí, la regeneración ha sido solo urbana, pues de la otra, ni hablar.

Pero si de regenerar algo se trata, el Centenario ofrece a los adoloridos y contusos la oportunidad de aliviar sus dolencias por solo 2 dólares a manos de sus sobadores, esas personas que, sin título ni nada, han hecho de su oficio un modo de vida.

Ellos no “paran” dentro sino en las afueras, al pie de las rejas verdes que acordonan el parque por los cuatro costados. Dentro de una caja o maletín almacenan los ungüentos poderosos y los mentoles que pondrán las vértebras en su sitio luego de un traqueteo no exento de lamentos.

Tampoco faltan los loteros ambulantes, esos personajes que por poco y nada le dan la posibilidad de cambiar de vida, dejar de andar en Metrovía y comprarse un último modelo. La frase aquella de “póngale fe, maestro, este es el numerito que nadie ha querido llevar” se escucha a lo largo y ancho de la calzada como si fuera un llamado a la esperanza invencible.

A las tres de la tarde, cuando el sol tiene cara de pocos amigos y los aguateros hacen su fiesta por solo 25 centavos, el parque recibe la visita de cientos de profesionales, en especial de aquellos que, corbata en pecho, hablan de apelaciones, de detenciones preventivas, de fiscales, de primera y segunda instancias. Sí, son los abogados, esos ciudadanos que, por una firma, lo obligan a empeñar el alma al diablo hasta al más creyente de los cristianos.

Mientras tanto, mientras este mundo de mil caras se muestra tal cual es, el cielo se roba los aplausos por su espléndida claridad, por los pájaros que distribuye sobre ese pedazo de la ciudad y por poner en claro que el parque Centenario podría, dentro de 4 años, dejar de llamarse así porque ya no serán cien sino doscientos los años que llevará marcando la vida de los apurados transeúntes. (F)

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