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El Telégrafo

Vargas Llosa en la sala de un cine

17 de enero de 2013 - 00:00

Se palpa ya una cierta “chochera” en el gran Mario Vargas Llosa. No es solo cuestión, a estas alturas de su vida, y de las nuestras, de su funcionalidad a un pensamiento de derecha en donde quiera que el “capital” necesite un altoparlante.

Ya lo anima, también, una cierta prisa, como si la producción intelectual fuera industrial, “taylorista” o “fordiana”. Ahora poco, y desde Nueva York, lo deja claro como para remarcar su mundana vida, nos ha propuesto la lectura de un libro: “Civilización occidental y el resto”, de un profesor de Harvard, Nial Ferguson es su nombre. En él se habla de la enorme superioridad de la llamada civilización occidental que, con sus conquistas, sacó a una enorme cantidad de “bárbaros” de prácticas malsanas, con creencias y religiones que poco tenían que ver con la austeridad, la disciplina y el espíritu emprendedor del capitalismo.

Pero Vargas Llosa, que hace críticas a la cultura del entretenimiento, que ha tendido a frivolizar casi todo, le corrige al tal Ferguson cierta desesperanza ante el excesivo hedonismo que lo está debilitando. Vargas Llosa desde una sala de cine, aquí en Nueva York, encontró una salida: la capacidad autocrítica que Occidente ha tenido siempre, que lo hace mejor que cualquier otro modelo forjado por historias repletas de intereses.

La luz le llegó a la butaca desde las imágenes de la más reciente película de Kathryn Bigelow: “Zero Dark Thirty”. A esta película Vargas Llosa la califica de genial, con gente que llora y aplaude al final hasta lastimar sus manos. Obra de arte, que desvela todas la estupideces que se cometieron en la captura y asesinato de Osama Bin Laden.

Autocrítica porque también asistimos a escenas en donde se tortura, lo hacen agentes de la CIA, a terroristas mientras, de fondo, en una pantalla de televisión se ve y se escucha a Barack Obama decir que “los americanos no aceptamos la tortura”. Autocrítica que salvará al capitalismo a pesar de ese hedonismo decadente que hoy tanto lo caracteriza y que en Nueva York alcanza cotas insospechadas.

Todo un extenso libro queda resuelto, en su lado más crítico, así, de un sopetón, como le suelen llegar las cosas a los iluminados, y entre las sombras y las luces de una vida, la sala de cine queda como metáfora, que ha tenido los altibajos propios de todo ser humano pero que, en el caso de Vargas Llosa, se multiplican por sus afanes serviles y su encanto por la alfombra roja. Él mismo es parte de esa especie de banalización de la cultura mediática, esa que él también ha criticado, siendo, acaso inconscientemente, destacado exponente.

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