Parece que bien la política ecuatoriana se podría resumir a cuántos ismos hemos generado y cuán entregados estamos o queremos estar con estos. Eso de los ismos no es más que un ejercicio mínimo reduccionista, frente a la carencia de comprender la política desde cómo la ciudadanía la vive y ejerce. Toda forma de ismos al principio como al final reduce las luchas sociales a nombres y apellidos.
Una nuclearización innecesaria, pero que pasa, precisamente, porque eso de la política organizada, eso de la formación política a mediano y largo plazo, parece que es solo parte de los discursos para decir que se es una organización coherente, articulada y abigarrada, pero al mínimo cismo interno se evidencia el discurso mediático y la cruda realidad. Con ismos no hacemos más que comportarnos como las viejas estructuras coloniales aún nos exigen que lo hagamos servilmente. Incluso, la propia historia oficial de Ecuador como de América Latina se la ha reducido a los grandes ismos como parteaguas para, supuestamente, comprender lo que somos en la cultura política.
Entonces, eso de la organización social, la ciudadanía organizada, las bases sociales, terminan siendo una abstracción que indebidamente hay que ponerle nombre de persona.
El resultado es siempre el mismo: la política sucumbe, no a las pasiones de la lucha social que son necesarias, sino que sucumbe al tiempo político de sus representantes, y valga dejarlo claro que nada de esto tiene que ver con lo que bien Weber llamaba: dominación carismática.
O peor aún aquellos que de manera facilista usan la categoría mágica de populismo para condenarlo todo, en sus sueños de democracia estadounidense o europea.
En cualquier caso, con esta tradición de construir ismos, de anhelarlos, nos condenamos a no hacer política y entregar la disputa por el poder, precisamente, a quienes poco quieren cambiar, pensando que todo estuvo bien o está bien. ¿Y el socialismo? ¿Y la lucha contra el capitalismo y su rostro humano? (O)
