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El Telégrafo
Werner Vásquez Von Schoettler

Las intenciones de hacer una revolución

13 de noviembre de 2017 - 00:00

Cuando se trata de revolucionar una sociedad, es decir, transformar un orden perverso, patológico como el capitalista, las medias tintas no funcionan, si lo que se quiere es una sociedad justa, equitativa e igualitaria. El genio de Erick Fromm, en el Prefacio al libro de Raya Dunayevskaya: Filosofía y Revolución, sentencia con claridad: “Las ideas de Marx únicamente pueden comprenderse cuando se conocen al menos los fundamentos de la filosofía hegeliana. Empero, es reducido el número de quienes están siquiera familiarizados con ellos, sucediendo que en el mejor de los casos adoptan unos cuantos lemas como sucedáneos de un saber genuino”. Sentencia que está a la altura y en los momentos necesarios para comprender lo sucedido con la Revolución Rusa de 1917. Más allá de las celebraciones del hecho político popular y obrero más significativo de la historia de las revoluciones, está en desentrañar las falsedades de los fines y objetivos, cuando se deja de lado el “proceso”; porque toda revolución es un proceso. Y no es posible una revolución sin una clara comprensión teórica y metodológica de ese mundo que pretende cambiar. Bien sabemos que el estalinismo, castró de mil maneras lo revolucionario de un sistema de pensamiento como el de Marx, precisamente, haciendo de él un ícono, no del movimiento y las contradicciones, sino, del ostracismo y el culto a la personalidad, que las izquierdas latinoamericanas, para mal han sabido heredar como valor social inadecuado e impertinente. El subestimar el pensamiento social, la teoría social, la filosofía política, la sociología crítica, ha sido otro mal de las izquierdas, bien por considerarlas innecesarias y lentas para la táctica, o bien usarlas como argumentaciones ideológicas para las estrategias electorales. En cualquier caso, siempre hemos bordeado entre empirismo, pragmatismo y necesidad de llenar ese vacío religioso infinito de moralizar la política. Sartre, entre el filósofo y el humanista, también con razón afirmaba que: “La primera observación que se impone es que no le está dado a cualquiera convertirse en revolucionario. Sin duda, la existencia de un partido fuerte y organizado que tiene por fin la Revolución puede ejercer atracción sobre individuos o grupos de cualquier origen, pero la organización de ese partido no puede depender sino de personas que tengan una condición social determinada. En otros términos, el revolucionario está en situación. Es evidente que no lo encontraremos sino entre los oprimidos. Pero no basta ser oprimido para creerse revolucionario”. Siempre el tiempo –parece- que ha estado en contra de las revoluciones. Como que no ha alcanzado el tiempo para una auto reflexión de lo hecho, sino vivir en la vorágine de los acontecimientos y el quemeimportismo hacia la teoría revolucionaria. Las consecuencias devienen en una falacia de disputar las verdades o las mentiras. Cuando el pensamiento revolucionario es pensamiento en situación. Por eso ha sido tan difícil esa aprehensión adecuada de los hechos revolucionarios en América Latina, esa falta de praxis consciente más allá de las urnas o las calles. Quizás por ello la revolución y sus revolucionarios tienen temor de hacerla permanente. Temor de dar el giro de timón que la historia demanda: construir un contrapoder. El fin no son las instituciones ni el Estado. Peor aún afinar el capitalismo con rostro humano. ¿Hubo, hay, habrá revolución? (O)

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