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El Telégrafo
Rodolfo Muñoz - Columnista invitado

Florindas y Florindos

15 de febrero de 2017 - 00:00

A Roberto Gómez Bolaños, el popular ‘Chespirito’, le endilgaron ese mote para denotar su condición de guionista de historias aparentemente ligeras, que permanecen entronizadas en las industrias culturales y muchas veces provocan una agria crítica de los intelectuales de fuste que denostan tales ligerezas. No faltaba más. Otros, con un sentido práctico, como el argentino Rafael Ton, toman prestados los personajes creados por Gómez Bolaños para entender ciertos comportamientos poblacionales, especialmente en tiempo de elecciones. El método puede ser interesante, si se considera que la comunidad del Chavo del 8 es una caricatura de cualquier barriada de clase media baja de las distintas ciudades latinoamericanas, donde hay lógicas y conflictividades específicas, y una población enorme.

En la política ecuatoriana (dada la popularidad de esa serie), desde hace muchos años el ingenio popular encontró similitudes físicas y de comportamiento en políticos de nuestro medio. A Cecilia Calderón muchos la conocieron como la ‘Chilindrina’ y a Lucio Gutiérrez le llamaron ‘Quico’. En años recientes, el mismo mote de ‘Quico’ le endilgaron a un candidato a la Vicepresidencia de la República y a su compañero de fórmula lo caricaturizaron como ‘Ñoño’, dada sus deficiencias aritméticas mostradas en un video que circuló en redes sociales. No obstante, en la vida real, ninguno de los nombrados pertenece a barriada pobre alguna.

En la serie, el ‘Chavo’ siempre ha sido el más inquieto, pero a la vez el más indefenso. Ha vivido privado de casi todo, menos de la eventual solidaridad de la ‘Chilindrina’; la complacencia del desempleado ‘Don Ramón’ y el permanente maltrato de ‘Doña Florinda’, una viuda de un marinero, cuya reminiscencia se ve reflejada en el traje de marinerito con el cual viste ridículamente a su hijo mimado. Florinda, con esos rulos que la tornan ridícula, suele secar la ropa en el mismo patio del barrio (porque no tiene uno propio) y casi siempre presume ante sus iguales el pago puntual del arriendo, olvidando que eso es posible debido a que la Seguridad Social le paga una pensión; es decir, el Estado le garantiza un derecho que le corresponde.

Doña Florinda es incapaz de escuchar razones, ni entiende que esa barriada en la que vive con sus iguales (en tanto todos son pobres en más o en menos) tiene problemas comunes que deben resolverlos juntos. Pedirle otra cosa es casi una utopía. Es individualista, pretenciosa y egoísta. El pesimismo prima en su vida y solo le interesa ella misma y un hijo a quien no ha podido educar para aceptar a sus iguales, menos a los diferentes. Esa Florinda probablemente no cambie jamás; salvo quizás cuando la seguridad social ya no le pague la pensión de viuda; le suban el costo del agua o la luz; o terminen con la escuela pública a donde acude el malcriado de su hijo. Esa Florinda, apreciados lectores, siempre moró entre nosotros y probablemente se multiplicó en los últimos años, cuando la misma Revolución Ciudadana logró que la clase media aumentara del 29% al 41%, pero no la organizó ni educó políticamente.

Políticamente las Florindas y los Florindos son constructos sociales presumidos y obnubilados, por un sistema egoísta que desconoce la naturaleza y la sinergia de los procesos de transformación. Incluso estos personajes dogmáticos creen que el mundo cambia a partir de la Fe y no de la organización social o de las políticas públicas. Desconocen la existencia del Otro, de los chavos que frente a sus narices no pueden siquiera comer o tener un techo. Los ignoran y niegan la posibilidad de su educación y progreso.

Estos Florindos, a la hora de dar su voto, son capaces de apoyar no a quien puede parecerse a ellos, es decir a uno de su mismo barrio, sino a quienes creen que socialmente ellos pueden llegar a ser. De ese modo niegan su origen y desconocen incluso las historias recientes de su país.

Los Florindos y las Florindas deben estar pilas, porque sus devaneos pueden llevar al conjunto del barrio a retornar a esos tiempos en los que el desempleo cundía. Don Barriga podría obligarles a desocupar sus viviendas y no habría esperanza alguna de tener una vivienda propia. Se acabarían esas escuelas, donde niños y jóvenes cultivan destrezas e intelectos, para transformar colectivamente una sociedad de inequidad, por una de equidad y oportunidades. (O)

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