La sociedad mundial y sus tribulaciones pasaban al filo de nuestras ventanas esmeraldeñas, eso prueba que el planeta en verdad gira. Para 1968, estrenaba colegio, tenía bastantes preguntas y pocas respuestas. Debió ocurrirnos a muchos, en ese año comprendimos el mundo, por retazos de ruidosas discusiones, políticas de adultos, noticias bélicas contadas como capítulos de una radionovela (la ofensiva vietnamita del Tet), cimarronaje juvenil con melenas o afrolook y por frases bellas y enigmáticas (“la vida está más allá”). Un sacerdote, el padre Cayetano Franceschini (+) volteaba la tortilla de aquella narrativa política (anticomunista, por cierto): “Esa guerra en Vietnam es tremendo negocio de las industrias gringas”.
Acarreé por mucho tiempo un archivo de revistas y periódicos de esa época. Recuerdo una frase de Alberto Borges, de un artículo publicado en Vistazo: “los revolucionarios, como los poetas, deberían morir jóvenes, para no corromperse nunca”. No exijan exactitud, este jazzman hace working de memoria.
Hay una nostalgia endiablada por esos mayos de 1968 y de años subsiguientes: las peluquerías eran salas de lectura y mentideros políticos, “brotaban flores y se abrían cien escuelas de pensamientos”, feliz expresión maoísta apenas aplicada en las izquierdas; por esos años, las ciudades tenían más poetas por metro cuadrado, ese despelote romántico no se ha vuelto a repetir. En Esmeraldas, ascendían Antonio Preciado, Jalisco González, José Sosa, Lady Ballesteros y muchos más. Olmedo Portocarrero sacó de la clandestinidad cultural a la marimba y abrió, de par en par, las puertas de la Casa de la Cultura.
En una pared del estadio Folke Anderson alguien escribió, obligado por las prisas de la ilegalidad, con burdos brochazos: “No hay pensamiento revolucionario. Hay actos revolucionarios”. En mis primeras discusiones cincoagostinas (del colegio 5 de Agosto) se vociferaba ese dogma mural para acallar al oponente. El Esmeraldas de esos años era otra cosa. (O)