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El Telégrafo
*Fernando Falconí Calles

Desorientados

14 de agosto de 2015 - 00:00

Los navegantes y caminantes de la Antigüedad se orientaban por la posición de las estrellas. En el siglo IX, en China, se inventó la brújula. Años más tarde apareció el sextante, que es un instrumento de medición que se basa en un ángulo de 60 grados, es decir, la sexta parte de una circunferencia; se utilizaba para fijar el rumbo. Con el avance de la tecnología, existen ahora modernos aparatos con conexión satelital que fijan la posición exacta de los viajeros y permiten encontrar fácilmente el punto de destino.

En Ecuador existen caminantes a quienes se les ha extraviado la brújula, estropeado el sextante y deteriorado el sistema de posicionamiento global (GPS). Están confundidos, desorientados.

En la novela Huasipungo, Jorge Icaza narra la tragedia del indio ecuatoriano, sometido a los abusos del latifundista: explotado, humillado, esclavizado. Es la obra más representativa de la denominada ‘literatura indigenista’. Transcribo varios de sus párrafos finales: “(…) Nutridas las balas, no tardaron en prender fuego en la paja. Ardieron los palos. Entre la asfixia del humo que llenaba el tugurio -humo negro de hollín y de miseria-, entre el llanto del pequeño, entre la tos que desgarraba el pecho y la garganta de todos, entre la lluvia de pavesas, entre los olores picantes que sancochaban los ojos, surgieron como imploración las maldiciones y las quejas: -Carajuuu. -Taiticuu. Hacé, pes, algo. -Morir asadu comu cuy.  -Comu alma de infernu. -Comu taita diablu. -Taiticu.  -Abrí nu más la puerta. -Abrí nu más, caraju.

Descontrolados por la asfixia, por el niño que lloraba, los indios obligaron a Chiliquinga a abrir la puerta que se incendiaba. Atrás quedaba el barranco, encima el fuego, al frente las balas.

- Abrí nu más, caraju. -Maldita sea. -i Carajuuu! Andrés retiró precipitadamente las trancas, agarró al hijo bajo el brazo

-como un fardo querido- y abrió la puerta. -¡Salgan, caraju, maricones!

El viento de la tarde refrescó la cara del indio. Sus ojos pudieron ver por breves momentos de nuevo la vida, sentirla como algo... ‘Qué carajuuu’, se dijo. Apretó el muchacho sobre el sobaco, avanzó hacia afuera, trató de maldecir y gritó, con grito que fue a clavarse en lo más duro de las balas: - ¡Ñucanchic huasipungooo! Luego se lanzó hacia adelante con ansia de ahogar a la estúpida voz de los fusiles. En coro con los suyos que les sintió tras él, repitió: -¡Ñucanchic huasipungooo, caraju! De pronto, como un rayo, todo enmudeció para él, para ellos. Pronto, también, la choza terminó de arder. El sol se hundió definitivamente. Sobre el silencio, sobre la protesta amordazada, la bandera patria del glorioso batallón flameó con ondulaciones de carcajada sarcástica. ¿Y después? Los señores gringos.

Al amanecer, entre las chozas deshechas, entre los escombros, entre las cenizas, entre los cadáveres tibios aún, surgieron, como en los sueños, sementeras de brazos flacos como espigas de cebada que al dejarse acariciar por los vientos helados de los páramos de América murmuraron con voz ululante de taladro:

-¡Ñucanchic huasipungooo! -¡Ñucanchic huasipungo!”.

Ayer daba la impresión de que algunos dirigentes indígenas que hacen oposición -desorientados- querían retornar a los tiempos de Julio Pereira, Alfonso Pereira y Mr. Chapy. (O)

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