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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Una extraña relación

06 de febrero de 2017 - 00:00

No deja de asombrar que la gente, en pleno siglo XXI, tenga una extrañísima relación con la realidad; quiero decir: con los sucesos cercanos, con la acción política de las élites y sus aliados, con la coexistencia de los vecinos, con el desenvolvimiento de las instituciones (educativas, laborales, religiosas, barriales), con el sistema económico que organiza y determina su vida privada y pública.

Esa extrañísima relación, diaria por lo demás, hace notar que nuestra gente, en estricto rigor, está tan ocupada en reproducir su subsistencia doméstica que aquello que apela a su competencia política –como ciudadanía no pasiva-, en estos tiempos de medios y tecnología absoluta, adquiere un halo de lejanía y que un proceso electoral apenas le recuerda un deber –votar- que no incumbe a su realidad inmediata.

Las élites ecuatorianas han sido las celadoras del devenir nacional (¿o regionalista?) y, su comportamiento, cultural y económico, fue condicionando el desarrollo de esferas tan útiles para las generaciones, sobre todo del siglo pasado, como la educación y la política. Esos espacios sociales, muy significativos, fueron construidos bajo las normas de una ideología –la liberal, sin partido- que veía con espanto cómo las revoluciones modificaron el escenario social en naciones tan distintas como la mexicana (1910) o la rusa (1917).

¿Por qué la educación y la política? La universidad, por ejemplo (en el Ecuador) heredó mucho de la reforma de Córdoba (Argentina, 1918) y sus recintos se convirtieron en el gran auditorio de debates y críticas de lo que acontecía tanto dentro del alma mater cuanto afuera. En algún momento, especialmente en los sesenta y los setenta, la universidad nuestra fue protagonista de otras urgentes demandas y conquistas pero, enseguida, fue atrapada por la forma más infructuosa de la política: la ideología sostenida en una retórica de alto vuelo. No obstante, de sus aulas salieron personajes que alcanzaron niveles de dirigencia política notable y también muchos guerrilleros que alteraron la retórica y la tornaron opción de lucha real. Estos últimos honraron la vida y la muerte.

Hoy la universidad es otra porque la sociedad también es otra y son otras las generaciones que buscan en sus aulas un camino para ser y moverse en el mundo. Algunos aferrados al fetichismo del título universitario y otros buscando algo que asegure su futuro… laboral. Así, la política, como operación social de cambio, a partir del neoliberalismo, devino en una herramienta sin punta, sin filo y sin alma. O sea, si las generaciones de los sesenta y setenta se curtían en la pura ideología, el profesionalismo o la subversión, las actuales se curten en la apatía de la despolitización.

Recordar románticamente lo que fue la universidad en esas décadas no ayuda a pensar por qué los estudiantes de hoy se muestran tan fríos con el formato de la educación y su clarísimo y necesario vínculo con la política. Y esto tiene que ver, precisamente, con esa extraña relación que hoy se forja con la realidad.

Una extraña relación producto de la despolitización de la vida social y la tecnologización de la vida individual y cotidiana. Una anomalía local y global. (O)

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