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Ilitch Verduga Vélez

Trump en estado puro

18 de noviembre de 2016 - 00:00

El cataclismo político surgido de las entrañas del evento electoral del  8 de noviembre pasado, en EE.UU., por los resultados de las votaciones presidenciales y de renovación del congreso de la Unión ha mostrado con crudeza las enormes paradojas de la globalización, aquel engendro de dominio, vendido a nuestros pueblos como la panacea para todos los males de la humanidad. Además, la oscura materialidad de la fisura del capitalismo especulativo financiero mundial que frente a la elección del magnate Trump como presidente de EE.UU. no ha logrado calmar la especulación en los mercados, ha revelado los hechos de su antinomia que posibilita la expectativa  de su desaparición como sistema hegemónico.

Las consecuencias de este hecho continúan como un suceso muy preocupante para los regímenes de la Tierra. Los ejercicios de contrapunto iniciados por las  grandes cadenas mediáticas, que no previeron en su infinita sabiduría esta secuela del acto comicial, hacen que la confusión del stablishment sea mayor. La lucha de los dos partidos tradicionales  estadounidenses, ambos sumergidos en la confrontación ideológica de corrientes ambiguamente enfrentadas, pero con el mismo dios, que no es otro que el poder imperial de sus designios, encontraron una nueva expresión, de significación histórica en estos comicios.

La derrota en la contienda de la señora Clinton no  implica el fin de su agrupación ni de ella como política, es el descalabro de un concepto y aparataje partidista que falló rotundamente. Aunque esa caída no establece el desarrollo de un pensamiento innovador en los grandes temas del mundo distinto al de Trump, genera el auge de fórmulas de gobierno bajo la misma égida del neoliberalismo, pero en su versión ultrafundamentalista y en su connotación más extrema y deshumanizada; y tal vez sin resquicio de esperanza, para la población del planeta, tanto en temas de interés mundial, como el cambio climático, el desarme nuclear, cuanto en soluciones para la migración y el desempleo.

La estructura de una nación es sustancial en lo que atañe al accionar, y también a la gestión que incide en la lógica de su institucionalidad. El Estado, como la mayor e importante creación para el convivir humano, debe satisfacer las necesidades sentidas de sus habitantes y asumir el bienestar de sus miembros, por ser responsable del cumplimiento de dichos anhelos. De allí que los mandatarios deben dirigir sus esfuerzos a mejorar las condiciones existenciales de las mayorías y hacerlos partícipes de la titularidad de los derechos civiles, económicos, sociales y culturales. Estos predicamentos, que son catecismo constitucional de cualquier país, no sabemos ni podemos prever si serán cumplidos en la administración Trump.

Ya hemos oído sus anuncios apocalípticos, como presidente electo: tres millones de migrantes serán apresados o deportados, se construirá el colosal muro, que dividirá a México y EE.UU. -a propósito, el Muro de Berlín, por medidas y costo, fue un elemental e infame cerco citadino donde gozó y se recreó la prensa universal por décadas-. ¡Qué bueno sería que se pronunciaran ahora! La estupefacción que invade la aldea global tiene interrogantes esenciales en los diferentes foros del orbe que requieren respuestas. ¿Aquellas repúblicas de Latinoamérica que rubricaron los TLC estarán en espera ansiosa de lo ignoto? ¿La paz universal se verá afectada? ¿Algunos de los tratados firmados por Obama serán respetados? ¿Las angustias que sumen a ejecutivos de Europa en cavilaciones severas tienen realmente un nombre: Donald Trump? ¿O es que los países tienen los dirigentes que se merecen? Frente a esa afirmación malsana me rebelo, digo no. La gran patria de Lincoln siempre tendrá un gran futuro. (O)

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