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Roberto Follari (*)

Trump como antipolítico

11 de noviembre de 2016 - 00:00

Cierto: siempre es simpático hacer política sin parecerlo. Hacer política con aires de outsider, denostando -en el caso de EE.UU.- a “esos tontos burócratas de Washington”. Más cuando estos son responsables de la crisis de 2009 que liquidó el empleo en el país del Norte o cuando, habiendo un presidente negro en la Casa Blanca, la Policía blanca viene matando con impunidad a negros diversos.

También es cierto que singularmente el matrimonio Clinton tenía algún parentesco con los inicios de la crisis que ha empobrecido a muchos trabajadores. Es verdad que Obama ha sido tan tibio que lo suyo siempre ha sonado a indefinición y ambigüedad. Y es indudable que los demócratas pueden exhibir pocos logros de importancia en los muchos años de gobierno de Obama.

Pero es indisputable que Trump nos sume ahora en la incertidumbre. Y en ella, los sume a todos: porque si bien es -en cierto sentido- el representante más pleno del sistema (millonario, magnate, omnipotente), en otro es el perfecto no sistema, el que no hizo carrera política previa, no pasó por los pasillos partidarios, no ocupó sitios legislativos.

Ahora, a esperar. La incertidumbre irá cediendo cuando, tras las destempladas y excesivas declaraciones de campaña, comience a desplegarse el periplo pregubernamental. Habrá que dar entrevistas, mostrar planes, comenzar a esbozar colaboradores, asesores y gabinete. Terminó la hora de las quijotadas verbales y debe comenzar la concreta acción de gobierno.

Pero... ¿terminó realmente la hora de las quijotadas? No lo sabemos. El stablishment estadounidense se lamerá las heridas de la derrota y buscará acomodarse con el nuevo presidente. Pero nada garantiza que este sea capaz de superar la vaguedad de los planes industrialistas y de retorno a la política local que esbozó en campaña. Y seguir endeudando a su país para hacer inversión local y producir cierta cerrazón nacional del mercado, se da de lleno contra las tendencias del capitalismo internacional a las que -pareciera- él cree que puede enfrentarse sin riesgos.

¿Podrá cumplir en algo con aquellos que lo han votado, o seguirá el destino efímero del Brexit en Gran Bretaña -del que sobran ahora los arrepentidos- y del rechazo del plan de paz en Colombia, que ha lanzado ese país a un extraño limbo de imposibilidad institucional?

La antipolítica cae bien: se parece remotamente a ese mundo de ‘directa administración de las cosas’ que reclamaba Marx para cuando se superara la alienación de la política en el Estado. Pero mientras haya Estado, la política se define en relación con él: y así los antipolíticos se convierten pronto en políticos, perdiendo rápidamente el aura de ‘brutal autenticidad’ que, en este caso, le ha sido exitosa al magnate estadounidense.

O, en caso contrario, la ‘brutal autenticidad’ continuará con Trump en el gobierno y, de ser esa la situación, el aura del outsider se transformará en incómoda oscilación de incertidumbre permanente, en primer lugar para los estadounidenses -incluyendo a los que lo votaron-, y de rebote para el resto del mundo. (O)

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