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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

¿Somos mejores que Trump?

03 de febrero de 2017 - 00:00

Pues, alguna vez fuimos mucho mejores. En 2008 aprobamos una Constitución donde se honraba nuestro pasado migrante, nuestro compromiso con el ser humano (por encima del capital, ¿recuerdan?), nuestro desafío a un mundo donde es más fácil mover mercancía que mover personas. Aprobamos la Constitución de la ciudadanía universal, de la libre movilidad, donde nos recordamos a nosotros mismos, y al resto de la comunidad internacional, que no existen personas ‘ilegales’. Pero cualquier superioridad moral que podemos sentir frente a ese terror llamado Trump se va diluyendo cuando recordamos todas aquellas voces educadas que criticaban la Constitución por ser ‘ultragarantista’, novelera y antijurídica.  Pero la aprobamos, con abrumadora mayoría, y nos volvimos el país con mayor número de refugiados en América Latina, más de 55.000 provenientes de Colombia. Un ejemplo a seguir, ¿verdad? Pues poco nos duró lo solidarios. O se nos quedó todo en el papel.

En una encuesta realizada por Beatriz Zepeda y Luis Verdesoto, de la Flacso, en 2012, el 64% de los ecuatorianos pensábamos que tener colombianos viviendo en Ecuador era malo o muy malo. Las cosas no han cambiado mucho. La salida fácil para la delincuencia siempre ha sido culpar a los colombianos. Escuchar el acento extranjero resulta, con alarmante frecuencia, en reacciones de desprecio o insinuaciones ofensivas. Hemos entrado en la dinámica aquella donde todo extranjero viene a robar o quitarnos los puestos de trabajo. Somos el votante medio de Trump.

No pasaría mucho tiempo hasta que se institucionalice este sentimiento. Los primeros visos se dieron en 2011, cuando el presidente Correa se refirió a los procedimientos para otorgar asilo como “muy laxos”, permitiendo que a veces se conceda el estatus migratorio “a delincuentes”. No muy lejos de los ‘bad hombres’ que entran a Estados Unidos, según Trump. Y aquí no quiero que el lector piense que estoy comparando a Correa con Trump. Estoy criticándonos como sociedad, una sociedad que ha tenido que soportar el peor lado de la migración, una sociedad que ha tenido que padecer las humillaciones y las explotaciones del migrante en el exterior, que es la misma sociedad que no se inmuta ante nuestra propia xenofobia. Incluso de cara a una xenofobia tan abierta como la de Trump. Los estándares para el otorgamiento de conceder el estatus de refugiado se han vuelto más rigurosos. La explotación laboral a los migrantes, aunque muchas veces invisible, es constante. No hace mucho el Gobierno deportó a un grupo de cubanos. Todo pudo ser muy legal, como también es ‘normal’ que un país proteja sus bordes, o que regule la entrada de migrantes, o que se limite la cantidad de refugiados. Pero eso no significa que debamos hacerlo.

Nosotros debimos ser el país donde una persona es ciudadana, y tratada como ciudadana, por ser persona, no por llevar la estampa de un burócrata. Cuando los progresistas estadounidenses hablan de ser un país de migrantes, se refieren a las diferentes oleadas de migración que poblaron Estados Unidos. Nosotros también somos un país de migrantes. Todos conocemos a alguien que debió migrar, pero menos se conoce sobre lo que significó ser ese migrante. Mientras nos indignamos por un energúmeno vociferando órdenes ejecutivas, mandando a construir muros y vetar países, nos olvidamos de nuestra propia condición, de nuestra propia relación con la migración, con el otro. Ese otro a quien no somos capaces de reconocerlo como una proyección de nosotros mismos. Puede que este sea un buen tiempo para ser mejores. (O)

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