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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Sobre el estancamiento de los procesos de cambio

01 de marzo de 2016 - 00:00

Con una brecha mínima que desató primero un taquicárdico conteo y luego infundadas ilaciones de fraude, el pueblo boliviano decidió rechazar la reforma constitucional para permitir la reelección presidencial a ultranza. Se sabía de antemano que la apuesta de Evo iba a ser cuesta arriba, dado un escepticismo típicamente boliviano hacia la perpetuación en el poder y la posibilidad de que todas las oposiciones se juntasen por debajo la misma bandera: motivos a los cuales se dicen haberse sumado una campaña del oficialismo evista muy débil y un fisiológico desgaste.

Los comentaristas de orientación liberal empiezan así a avizorar el fin del populismo de izquierda que ha interesado diferentes países de la región en casi dos décadas. Indudablemente, el resultado del referéndum boliviano se suma a otras señales de estancamiento. Venezuela, Argentina, ahora Bolivia: queda claro que las citas electorales no regalan ya los dichosos festejos en las plazas y las mayorías holgadas de hace algunos años. El tambaleo de Dilma en Brasil y el incierto resultado del oficialismo ecuatoriano en las últimas elecciones municipales completan el panorama de incertidumbre para la izquierda regional.  

Sin embargo, es preciso matizar los contornos de esta coyuntura. La principal observación que cabe aquí es que estos retrocesos no son tanto imputables al irresistible avance de fuerzas antagonistas que han recuperado un protagonismo perdido. La derecha aún no logra conquistar hegemonías electorales amplias, ni a entusiasmar las poblaciones. Eso no pasa ni en Argentina, donde las primeras patéticas actuaciones de Macri deben haber inducido a un arrepentimiento general. Se trata más bien de un debilitamiento de los discursos de cambio, y de sus (in)consecuentes prácticas. Se puede inferir dos conclusiones: primero, que la culpa es principalmente endógena; segundo, que no son degeneraciones irreversibles, siempre y cuando se demuestre una ética de apertura hacia la innovación.

Antonio Gramsci nos viene en auxilio con dos intuiciones contenidas en sus Cuadernos. En primer lugar, el pensador italiano planteó una relación muy particular entre las élites intelectuales de la clase obrera y las masas. En su concepción del centralismo democrático, destaca la idea de adhesión de los intelectuales a la vida íntima de las masas, entendida en términos de cercanía a su realidad, junto a la necesidad de una sana y hasta conflictual interacción entre el individuo y el organismo colectivo. Todo esto contrasta con la dirección sacerdotal de los procesos de cambio, caracterizados por una creciente burocratización que ha restringido el poder popular y creado cuerpos intermedios que se distinguen por pasividad.

En segundo lugar, Gramsci habló de la necesidad de una reforma cultural que revolucionase los patrones de conducta. Los procesos de cambio, más que generar nuevos ciudadanos, han generado consumidores, empoderando -y en buena medida creando ex novo- facultosas clases medias, más preocupadas por el consumo que por la ampliación de los derechos y el espesamiento de las relaciones solidarias. Hasta donde se jugará en la cancha definida por el enemigo, todo proceso de cambio estará destinado a una extrema vulnerabilidad. (O)

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