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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

¿Quiénes son en verdad los muertos de hambre?

19 de diciembre de 2016 - 00:00

En el ambiente nacional hay frases hechas que se repiten sin cesar en tiempos electorales. Pero el descaro de esos decires llega a su clímax cuando quienes las pronuncian describen su propia miseria personal. Una miseria relacionada a su condición social dentro de un esquema cultural que da prestigio a quien sale del montón y alcanza ciertos niveles de éxito en el campo económico laboral o las formas aceptadas de la belleza, en el caso de algunas mujeres, o a las formas en que se concibe y se practica el humor (televisivo) en el caso de otras hembras.

Un hombre y dos mujeres -por estos días- se han referido a los ‘muertos de hambre’, la ‘plusvalía’ y las ‘empleadas domésticas’ de un modo radical y simuladamente franco. Desnudan con gran garbo la esencia de eso que se niegan a deducir porque no saben ni les interesa conocer: la cuestión de las clases sociales. Emperifollados con la reputación que les da la figuración mediática osan humillar a quienes no consideran sus iguales y tampoco tienen derecho a un sitio en la sociedad que supuestamente es para todos.

El discurso de la derecha, ayer y hoy, se opone a argumentar la idea fáctica de las clases sociales (aquí o acullá). Desechan esa ‘división’ porque eso alimenta la inconformidad y la lucha por la equidad. Así, dar espacio a la evidencia de una estructura social excluyente y abusiva impediría a los ‘muertos de hambre’ el derecho al trabajo en cualquier escala superior (el Estado, la empresa privada, la academia). Dar espacio a la revisión de la ‘plusvalía’ desarticularía la ecuación del capital y la propiedad de la tierra (el hallazgo de la acumulación de capital). Dar espacio a las ‘empleadas domésticas’ derribaría las pequeñas y perversas relaciones de poder que se reproducen en el hogar, el lugar supuestamente más doméstico ¿y trivial? de la economía general.

Como vemos en todos esos alegatos hay, sin ningún rubor ideológico, el entendimiento de que se vive y se disfruta de una sociedad de clases sociales opuestas entre sí, excluyentes entre sí, adversarias entre sí. Cada personaje expresó una forma de ver el país que cree exclusiva de su libertad de pensar y actuar, de conseguir la superación social, de ser semejantes a la élite que nutre sus fantasías de ascenso social. En fin, son ventrílocuos de una clase a la que no pertenecen, pero ansían pertenecer a través del discurso y la defensa de los privilegios ajenos y de los que reciben migajas.

Los tres personajes, habilitados por la indigencia cultural de lo mediático, muestran que la noción de las clases sociales está más vigente que nunca. Ataviada con mujeres bonitas y/o mujeres degradadas en su disfraz artístico, o en presentadores falsamente caritativos, asistimos a una novedosa y simbólica lucha de clases, en la que los espadachines son en realidad unos seres al servicio de algo que ni sospechan que existe, pero que les otorga la ilusión de ser distintos y libres; de poder decir en voz alta que su arribismo desclasado es positivo y genuino. O sea, que ellos, tan afanosos de los flashes, están lejos de las trampas de los ‘muertos de hambre’ y de las ‘empleadas domésticas’. (O)

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