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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

¿Qué pensará el gatito?

31 de julio de 2017 - 00:00

Es raro despertar y probar que fue un sueño. Un sueño donde la intimidad queda abierta a los ojos de un animal. Un gatito blanco ingresó al departamento por la ventana del décimo piso y se escondió bajo mi cama. Tres noches después lo descubrí porque halaba la sábana desde su tibieza gatuna y me asusté sin fin, su temple de felino lo distinguía: no ronroneaba, articulaba pequeñas palabras al aruñar la vieja tela de algodón. Entonces levanté el edredón y vi sus ojos felices: ansiaba ser atrapado… y querido.

Nos saludamos y encogido en su piel, temblando, me pidió agua. Hablaba, sí, ¡hablaba! Tierno, atento, alerta. ¿Cómo había llegado hasta aquí? Lo echaron de otro piso y pilló la claraboya de mi cocina. Pero su desconsuelo fue saber que era una estufa aséptica; nunca había comida ni caliente ni fría, solo agua –en una botella corchada- y mandarinas y, a veces, manzanas; por eso resolvió visitar mi cuarto y preparar la bienvenida con su astucia de siglos.

Cuando le ofrecí el agua y descongelaba un consomé de días, el gatito recorría ansioso el poyo de picar hortalizas y frutas. Yo le hacía preguntas y chistes para animar sus impulsos y contemplar -con delicia- su gimnasia desbordada de pereza estética. Me empezó a contar que vivía con unos italianos y amaba las pastas no vegetarianas. Sabía incluso frases en ese idioma y también la vida y enigmas del griterío italiano y sus cenas al pesto. Para él siempre había un plato especial, carnívoro, en el que admitía con agrado unas migas de parmesano y dos olivas sin hueso.

Servida mi sopa en un platillo hueco, criticó la invisible costilla que contenía. Lo miré fijamente pero comía y hablaba a la vez sin retribuir mi asombro con sus bigotes mojados. Al terminar quiso más agua y saltó al lavaplatos para tomarla directamente del grifo al tiempo que yo reía sin parar enjuagando unas copas.

El gato se fue a la sala y apoltronado en un cojín averiguó por qué no guisaba más a menudo, pues la sopa aunque pobre de carne estaba deliciosa y le había devuelto las fuerzas. Conmovida observé cómo se acomodó panza arriba, enumeró los focos indirectos de la lámpara del techo y recordó la poca luz de su casita de gato en la lavandería de los italianos. Como yo no decía nada se volteó y brincó a mi regazo, y meloso convirtió su cabecita en una caricia perpetua. Y habló de la gente y sus hábitos, de la forma de percibir la supuesta glotonería del animal, del vacío espiritual del hombre en las estancias domésticas, de la serenidad de la mujer frente a la cama vacía, de las visitas inadecuadas que cubren la soledad de las mascotas pero no la de los amos, de los utensilios de cocina que hoy son más adornos que herramientas, de la sal que altera la presión y el chocolate que engorda. Definitivamente, el mundo humano es horrible, sentenció y se quedó dormido.

Despacio, teniéndolo aún en mis brazos, lo saqué del departamento, lo deposité en las gradillas y corrí a mi alcoba. “Los gatos no hablan”, me dije. ¿Será el influjo de mi desvelo, acaso? Me volví a dormir y soñé que un gato no habla, pero piensa. Y si piensa, ¿qué pensará el gatito sin los italianos y sin mí?

El mundo humano es horrible. (O)

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