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El Telégrafo
Santiago Rivadeneira Aguirre

Columnista invitado

Política y enmascaramiento

Columnista invitado
20 de febrero de 2014 - 00:01

Aunque el recurso no es desconocido dentro de la política, los nuevos sectores de oposición de la derecha que ahora litigan contra los gobiernos progresistas de América Latina, parece que se llenan de simuladores impenitentes, que han aprendido a esconderse bajo las máscaras más variadas. Es una especie de morfogénesis estructural o tipológica la que vemos en estos días, sembrando la discordia y el desorden en Caracas, Buenos Aires, Quito o Santa Cruz.

Se renuevan con facilidad y este juego puede ser entendido como el nuevo quehacer de su participación política. Porque de opositores contumaces pasan a ser candidatos de elección popular y viceversa. Y lo curioso del fenómeno es que actúan como verdaderos estereotipos convalidados por sus respectivas prótesis extracorpóreas. Son los “niños bien”, de caras bonitas y blanquecinas, que se revisten de sabiduría popular y sensibilidad social. De esa forma recubierta, descienden de su estatus social y se mezclan con la muchedumbre para encabezar las consabidas resistencias a los respectivos “totalitarismos” locales.

Es la reducción a un mero disfraz mimético de escala inferior. Establecida la dramaturgia ritual del enmascaramiento, los capriles, los rodas, los macri o los lópez se establecen en el cuerpo social prevalidos de las respectivas máscaras dependiendo del contexto y del momento. Son los opositores impersonales y estereotipados que conciben la disputa política como pura representación.

Esa “teatralización de la vida social” (el “gran teatro del mundo”) tiene su objetivo: desestabilizar a los gobiernos democráticos de la región. Pero lo más gracioso de esta mimetización es que no solo interpretan una serie de roles múltiples, sino que además cada uno es el reflejo especular y antitético de su doble: su diptongo, sualterutrum.

Porque después del tráfago de la confrontación, vuelven a sus respectivos reductos con el rostro propio, abrazan a su familia y se sientan como espectadores privilegiados a contemplar el caos y la violencia que provocaron. O hacen el aspaviento de entregarse a la fuerza pública premunidos de la máscara del sacrificio, como acaba de suceder en Venezuela con López.

Es posible que su enmascaramiento finalmente resulte atractivo y tentador para algunos, pero sabemos que detrás de esa fachada hay un ser monstruoso, repugnante y terrible, dispuesto a ejecutar todas las artimañas y que cegado por ese reduccionismo, se glorifica a sí mismo como salvador del orden democrático.

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