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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Poder

20 de julio de 2017 - 00:00

Si viajamos a la dimensión de la fábula, es muy posible que alguna hormiga nos asevere que ella pertenece a una sociedad políticamente correcta y económicamente autosustentable, algo digno de un Premio Nobel. En efecto, y esto es real, cuando observamos a una comunidad de hormigas, fácilmente comprobamos que son planificadoras, organizadas, productivas, eficientes, tecnificadas, lo cual es evidente en la infraestructura de silos y casas subterráneas, resultado -además- de una división especializada del trabajo.

Pero como si fuera poco, para asombro de los humanos, las hormigas garantizan su reproducción acopiando y repartiendo equitativamente el alimento movilizado en interminables caravanas. Todo lo que logran las hormigas lo hacen sin ejército y sin clase dirigente, aunque obedecen al principio del poder biológico, por lo cual, una hembra con capacidad de reproducción organiza el trabajo para efectos de que todos y todas coman y nazcan siempre más hormigas por medio de un sistema de  termocunas.

Como se ha visto, el modelo económico, social y de poder de las hormigas es muy exitoso, aunque no es humanamente político, puesto que la estrategia  hormiguera no parece estar dirigida a medir fuerzas ni por medio del enfrentamiento de ejércitos; ni a través de la interpelación comunicativa; ni mediante el sabotaje, ni realizando movilizaciones. Es decir que, según el enfoque fabulesco, la energía colectiva hormiguera está dirigida en todo momento al bien común de las invertebradas, más que a la guerra y sus metáforas.

Marcando diferencia con la comunidad de las hormigas, la sociedad animal de los humanos construye -en cambio- esferas propias, desde donde se ejerce el poder, en la mayoría de los casos, con el fin de dominar y para ello practican la acción política. A partir de sus reflexiones, Michel Foucault deja ver que en el mundo humano el poder no es monolítico, es más bien una especie de constelación conformada por muchos campos con fuerzas desiguales, que rozan deliberadamente con la intención de vencer al otro y aumentar su potencia.

Por lo tanto, fuera de su naturaleza, la comunidad humana ha inventado la idea del adversario y la lucha por el poder. No quedan dudas de que los seres humanos somos tremendamente políticos. Hemos hecho de esta dimensión un lugar donde predomina la acción para medir fuerzas buscando dominar al semejante, que resiste o embate, según la posición de mayor o menor ventaja. Aunque enunciamos constantemente que debemos practicar una ética política y usar como único recurso la argumentación ideológica, en la práctica los integrantes de los campos de fuerza recurren a tácticas indeseables, como el monopolio de la alimentación para coartar la independencia biológica del adversario; el control de los medios de intercambio, o el ataque psicológico para derrotar emocionalmente al supuesto enemigo.

Lo más que hemos logrado en el paso del tiempo es acordar que la medición de fuerzas físicas se lleve a cabo en casos extremos, después de decantar la relación poder y contrapoder, por medio de la guerra comunicativa, cuya arma es la palabra ofensiva, con la cual no solo se busca vencer al contrincante, sino también enviar un mensaje simbólico de triunfo a la masa, a efectos de que tome posición a favor de uno u otro campo de fuerza.  

Ya sabemos que las hormigas no son políticas y que los humanos sí lo son. Lo que no hemos dilucidado es si, para efectos de persuasión y fines de adhesión, buena parte de la acción política de los humanos es en realidad un teatro, una representación, una arenga.

Las hormigas no tienen tramoya, ni telón, ni libreto ni megáfono. Dicen los biólogos que son esencialmente sociales. (O)

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