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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Nuestro Halloween íntimo

30 de octubre de 2017 - 00:00

Estos días la gente -joven y madura- anda en los ajetreos del día de brujas o Halloween. No voy a criticarlo. Voy a la casa del frente. La gente busca disfraces, antifaces y pinturas para inventarse una especie de carnaval adelantado. Festejar lo que no sabe y ponerse caretas para pasarla bien y asustar en la calle o en la fiesta a los despistados. En esa exploración de parecer lo que no son las personas, sin querer, revelan lo que son siempre: seres en repetitiva insatisfacción consigo mismos que hallan -gracias a cualquier pretexto- un modo de expresar su estado existencial y su fugaz evasión.

Se nota que en varios ámbitos de la vida personal y social los humanos asumen roles que no desean. Compensan las apariencias que el entorno ha legitimado y que ellos, con conciencia o sin ella, están llamados a suavizar para que el paisaje no rompa el horizonte de los otros.

Desde hace varios días veo en algunos lugares públicos a personas ataviadas, con pelucas, con pigmentos de distintos colores en sus rostros, con ropas estrambóticas y brillosas, con pestañas largas y rizadas que reflejan ojos con locas intenciones, y, al mismo tiempo, siento e intuyo que la sociedad -nuestras sociedades- siempre obliga a que la gente busque y saque máscaras y tintes para montar un ensayo general de felicidad de la vida privada y pública. La constante premisa de vivir al día, en ondas de sintonía colectiva que, en realidad, anestesian la energía individual, es una tendencia que castra las iniciativas y nos trueca en zombis alegres y crispados por las luces de neón… ¡pero contentos de llamar la atención como se debe!

Y todo por venerar el molde social y las olas de modas fabricadas para calmar la psiquis de la duda y los gustos y credos ajenos. Entonces es como si viviéramos un permanente pero invisible Halloween íntimo: siempre enmascarados de lo que no somos; reproduciendo -en el peor sentido- las tramas de felicidad y bienestar que la carencia de conflictos vitales más profundos hace emerger como prioridades o como válvulas de escape socialmente aceptadas.

Vivir sin caretas es difícil. Vivir sin las cosas que el mundo impone también. La gente no se da cuenta de que basta con abrir el clóset para descubrir los disfraces que nos sobran: la ropa que no usamos, los zapatos destartalados, las medias rotas, los pantalones corroídos, los calzones sin forma, las camisas sin botones, las blusas con demasiados hilos sueltos, las pijamas descosidas en las zonas púbicas y las entrepiernas, los sostenes de otra talla, los calzoncillos sin marca. ¡Eso somos! Pero rebuscamos disfraces en almacenes y locales, prendas que nos hagan parecer chistosos, excéntricos, ingeniosos, ¡felices! O sea, ¡buscamos lo que somos en los velos de los otros!

Vivir sin máscaras es un imperativo. Vivir el mundo también. Sí nos damos cuenta de que podemos construir un grado de autonomía frente al clóset de la tiranía social. Sí nos damos cuenta de que la libertad no está situada en los bordes del antifaz que, a ratos, todos usamos. Quitárnoslo para ver el universo tal como es constituye una pequeña disidencia que se debe convertir en placer: el placer de ser nosotros mismos. (O)

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