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El Telégrafo
Rodolfo Bueno

Maravilla

13 de septiembre de 2016 - 00:00

El río Guayas corría a pocas cuadras de su casa. Sin que nadie lo notara, Eduardo se iba hasta sus orillas con Maravilla, el hijo del betunero, con quien le prohibían tener amistad. Construían una balsa con palos viejos y clavos oxidados, remaban hasta la isla Santay y nadaban lo largo y ancho de sus caudalosas aguas.

En cierta ocasión se dejaron arrastrar por el flujo del río, no querían remar y se entretenían admirando el paisaje. Suponían que la marea ya bajaría y los regresaría al punto de partida, pero, por el aguaje, la corriente seguía creciendo y los arrastró hasta el cauce del río Daule introduciéndolos a su interior. Se asustaron y comenzaron a remar con vigor en contra de la corriente, que los halaba sin cesar.

La zona era agreste y los mosquitos los atacaron por oleadas, cubriéndoles sus cuerpos. Se sumergieron hasta el cuello para impedir ser devorados por los insectos y permanecieron agarrados de la balsa espantándolos de sus rostros.

De repente, a Maravilla le agarró una pertinaz tembladera, sus dientes traqueteaban unos contra otros y su semblante se tornó lívido como la faz de la luna. “¿Tienes frío?”, le preguntó Eduardo. “No, loco, culillo”, contestó Maravilla con voz gangosa. “No te preocupes, que lagartos y caimanes ya no quedan ni para remedio”, intentó tranquilizarlo. “No les temo a esos bichos”, balbuceó Maravilla sin parar de tiritar, “sino a que nos cargue Tuturuto”.

Se refería a la atribulada ánima del pirata fantasma. Según decían, este mitológico ser vagaba en una veloz piragua buscando a la perra condenada, que mucho tiempo atrás le había clavado un puñal en el corazón, en desquite por haber sido raptada y haber malogrado su vida junto a este endemoniado ser que, luego de robarle su juventud, la había querido ceder a uno de sus compinches.

Su aparición cerca de la medianoche, acompañada de una lúgubre luz mortecina que titilaba sobre el ancho Guayas, erizaba los pelos del más bizarro de los canoeros. También temía toparse con la balsa fantasma, que iba y venía arrastrada por la corriente, sobre la cual yacía, en un rústico catafalco de latillas de caña guadúa, un ataúd con un cadáver insepulto al que acompañaba un enjambre de voraces insectos.

Eduardo trató de apaciguarlo, le explicó que los muertos no penan, que todo eso no eran más que leyendas y le contó que su padre, don Viche, lo llevó una oscura madrugada al cementerio de El Milagro y le hizo caer en cuenta de que en aquel lúgubre lugar solo reinaba una santa calma. “Desde entonces, no creo ni en cucos ni en duendes ni en viudas del Tamarindo ni en la balsa fantasma, que no es otra cosa que el revier”, dijo.

Ante la sola mención de estas palabras, Maravilla se asustó más aún. “¿Qué es el revier?”, preguntó envalentonándose. “No es más que fuego fatuo”, contesto Eduardo y le quiso repetir la explicación académica que sobre ese fenómeno físico le dio don Viche, pero su garganta se hizo nudos y no pudo aclararle nada, lo que a Maravilla intranquilizó más aún. A buena hora, las aguas se detuvieron y comenzaron a descender. Regresaron a casa cuando todos rezaban por la salvación de sus almas. Alguien los había visto partir, y como no regresaban los dieron por ahogados.

Desde ese día, también el betunero prohibió a su hijo llevarse con Eduardo. (O)

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