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Jorge Núñez Sánchez - Historiador y Escritor

Los arrieros en la historia

22 de septiembre de 2016 - 00:00

No puede explicarse la historia de Ecuador sin una referencia obligada a los arrieros, personajes fundamentales del contacto y comercio entre regiones, que actuaban también como postillones de correo y mensajeros políticos entre pueblos y ciudades distantes.

Tengo presentes en mi memoria las imágenes de esos arrieros que conocí en mi infancia y adolescencia, quienes transitaban la ruta entre Babahoyo y las ciudades del callejón interandino, regularmente con su mulada por todos los pueblos del camino y atravesando el tremendo páramo de El Arenal, situado al pie de la montaña más alta del mundo, el Chimborazo, donde a veces los viajeros morían de frío. Pasaban por mi pueblo de Chapacoto a tranco largo, urgiendo a sus mulas con silbidos o frases corajudas. Y su estampa era realmente impresionante: hirsutos y quemados por el sol, con los pies cubiertos por alpargatas de soga y lona, acompañados casi siempre por un perro y armados del infaltable machetillo, que colgaba de la cintura en su vaina de cuero.

Su modesta ropa se completaba en las horas de frío con un poncho de lana y en el tiempo invernal por un ‘poncho de aguas’ y un ‘sombrero de aguas’, hechos de lienzo encauchado. Encima de la mejor mula iba su bulto personal, que guardaba una cobija, una muda de ropa y el cucayo o fiambre. Entre los bultos también cargaban alguna botella de aguardiente, indispensable para enfrentar el cruce de las altas montañas, donde con frecuencia llovía nieve o granizo.

Parecían siempre bravos o renegados de la vida y su lenguaje era el más rajado del mundo, pues lo menos que decían a sus animales era “¡Anda mula puñetera, carajo!”. Con razón los arrieros tenían fama de tener la boca más sucia del mundo.

A simple vista, uno tenía la impresión de que maltrataban a sus mulares, pero una mirada más atenta revelaba que los cuidaban y hasta los querían, que les aliviaban la carga cuando estaban cansados o los curaban cuando se mostraban enfermos, y que su duro trato verbal no era más que el inevitable medio de comunicación entre un pobre ser humano y sus jumentos.

Eran gentes de vida durísima. Se levantaban de madrugada para enjalmar y cargar sus mulares, lo que hacían con una técnica especial, y en el camino no solo tenían que arrear las bestias, sino que también cuidarlas y estar siempre atentos para que las cargas no resbalaran o se desnivelaran.

A la tarde tenían que descargar los bultos, desenjalmar al animal, alimentarlo y darle de beber, y prepararlo para el descanso. Así día tras día, semana tras semana, año tras año, en una tarea interminable, recorriendo parajes solitarios y sorprendentemente bellos, subiendo y bajando montañas, adentrándose en montes peligrosos, enfrentando fieras salvajes, durmiendo con un ojo abierto, sufriendo los calores del trópico y los vientos gélidos de los Andes, todo ello sin otra ayuda que su indomable voluntad.

Pero esa misma dureza de vida los volvía unos seres formidables, con un organismo a toda prueba y una vitalidad sorprendente. Conocí a dos antiguos arrieros que tenían más de cien años, el uno don Miguel Carpio, un lojano que se habían movido en la ruta Loja–Huancabamba–Piura; y el otro, don Panchito Garcés, un ambateño que había recorrido quincenalmente la ruta Ambato–Guaranda–Babahoyo. Cuando los entrevisté, don Miguel tenía ciento treinta años y don Panchito ciento diez. Y ambos eran unos ancianos lúcidos, que todavía caminaban y se valían por sí mismos. (O)

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