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Carol Murillo Ruiz

Lo que más vas a extrañar, Rafael

22 de mayo de 2017 - 00:00

Las coincidencias a veces son terribles. ¿Cómo te vas a ir, Rafael, cuando ya estabas aprendiendo a bailar y conocer la otra entraña de la gente: su capacidad de brincar, reír, llorar y ser feliz? ¿Cómo puede haberte llegado el día de partir y seguir tropezando con personas que creen en ti profundamente y que no saben ni quieren saber de política porque tú lo eres todo gracias a que les explicaste tanto? ¿Cómo puede contemplarse el futuro sin la pedagogía política que inventaste cada día para la hambruna existencial de una ciudadanía distante de las cosas transformadas en números y obras?

¿Cómo te vas a ir justo cuando ya estabas aprendiendo a bailar, sobre todo? Sí, porque bailar es parte esencial de la cultura humana y, en sus múltiples ceremoniales, la forma de mover el cuerpo tiene una simbología especial y específica. Permite abrir nuevos códigos de comunicación y despejar vergüenzas y aprensiones nacidas de la timidez o el prejuicio. Bailar, en tu caso, es algo que no dominabas y que el pueblo, en medio de la rara política nuestra, te fue iniciando a punta de recorridos y noches bullangueras. El baile, quién lo creyera, es otra finca del populismo; porque el populismo, con la cadencia de la música y sin el estupor de los correctos —los fruncidos, los rígidos, los estrechos, los severos— también es un son para romper moldes y acumular experiencia popular.  El baile salva nuestra relación corporal con el entorno y el prójimo. Bailar, en tus pasos, Rafael, fue una liberación que experimentaste gradualmente, con esos gestos de resignación —al principio— que indicaban que no te gustaba, que no sabías, que era una exageración de la alegría de quienes te iban queriendo.

Diez años después sabes que no; que bailar es casi una ciencia que se asimila mientras se sueltan las piernas, el tronco, la cabeza, las líneas faciales, el espíritu… y se activa el compás que se lleva dentro, muy dentro. Bailar es algo que te hizo y te hace bien porque refleja una suerte de evolución social de tu vida interior en cada pueblo y cada pista. Porque bailar es vivir, es componer el cuerpo social.

Una vez conocí en México una iglesia —católica—  donde los devotos asistían sus misas con canciones y bailes protagonizados al pie del altar, ruidosa y píamente. Entonces quise deducir que —tal vez— conocer a Dios era una mística musical y corpórea, casi estéticamente posible y redentora.

No creo que busques a Dios en el baile pero sí has encontrado al pueblo, y a estas alturas percibes que el baile más edificante se halla encerrado en esa ecuación de popularidad y técnica corporal, y que la gente expresa mejor su dolor o su júbilo a través de los quiebres rítmicos que van afinando sus cuerpos, sus gestos, su carnestolendas nunca fijas.

El shock que estás pasando estos días debe ser increíble y triste, y, cuando te vayas, estoy segura, de que lo que más vas a extrañar es bailar como la gente, con la gente, con la habilidad social de la gente. Vas a extrañar esa soltura, ese escape, esa liberación… y, entonces, tendrás que volver a bailar, volver a hacer palpitar el corpus tuyo y ajeno, tuyo y nuestro. (O)

 

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