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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Lo humano no es un calendario

02 de enero de 2017 - 00:00

Los cortes de tiempo hacen parecer que la vida está dividida en fracciones de distinto tipo: emotivas, existenciales, amorosas, laborales, racionales, definitivas, disparejas, pasadas, presentes, absolutas. Nos acostumbrados a cortar el tiempo para intentar creer que el antes y el después significan algo superior a nosotros mismos, inclusive para deslindarnos de la responsabilidad de aquello que es inseparable al vivir humano: la continuidad corporal (o espiritual) cargada de experiencias y energías circundantes que vienen de adentro y de afuera. La vida como un continuum, una forma de sucesión de voces y hábitos que forjan el carácter de lo humano en la sangre de la tierra.

El año nuevo es precisamente un corte que, como todo delirio fugaz, marca un muro entre el ayer y el hoy. Pensamos que dejamos a un lado, obscuro y frío, las turbaciones externas (¿nunca internas?) y que todo lo bueno vendrá mañana porque no podríamos soportar un tiempo dilatadamente feo. Y estipulamos, como si fuésemos dioses terrícolas, que del mañana dependerá nuestro devenir y nuestra suerte.

¿No será que el futuro, que ya es hoy 2 de enero, se desplegará tal cual y como nosotros mismos lo tracemos, lo diseñemos, lo perfilemos en el alma y transformemos en la materialidad de lo que nos rodea? ¿Por qué dejarle a una entidad abstracta, el año nuevo enterito, sin la dialéctica de la interacción humana, el encargo de arreglarnos la vida, de acomodar la inconsciencia, de remediar los virulentos sentimientos, de adornar la alucinación de ser dichosos a través del goce efímero y no de la creación de un deleite compartido y comprometido?

La fugacidad es el signo de lo contemporáneo; por eso no nos afanamos en construir amistades, amores, compañías, relaciones afectivas, lazos y proyectos que principalmente humanicen. Nos afanamos, sí, en exponer una caricatura de nosotros mismos, de lo que otros esperan que seamos y de lo que nunca somos capaces de plantear con potestad y libertad sobre lo que queremos y apetecemos de acuerdo al rol individual y social en el que nos veamos contentos y útiles. Nos veamos, no que nos vean.

Por supuesto, todo lo anterior requiere de un gran e insondable buceo por las vísceras de nosotros mismos. De conocernos, de enfrentar los fantasmas que siempre agobian la propia existencia a mitad de la edad, del año, de la madrugada, del verano, del invierno, de las sequías emocionales y de las apariencias de la placidez frívola. Un buceo que nos desmaye de pronto, que nos vuelva a lo terrígeno y que deje en nosotros la huella de una trascendencia distinta, no superior, es decir, que la vida sea concebida como un proceso incesante de reinvención y apegos en todos los campos, pero sobre todo en lo humano, en lo terriblemente humano y desgarrador de ocupar una pequeña esfera en la gran esfera.

Un nuevo año no necesariamente es un corte sino una cecina de nuestra piel y nuestro cerebro. Un abrir extendido de lo que nos constituye como seres humanos en la indefinible aventura de vivir asistidos de otros seres humanos. Un reto a que nosotros hagamos el año nuevo leve, inolvidable, desafiante.

Lo que sea el 2017 dependerá de nosotros, no del calendario y sus hojas caídas.

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