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Lucrecia Maldonado

La restaucracia

28 de junio de 2017 - 00:00

Ahora último ocurre que los que pensamos diferente a los comensales de ciertos exclusivos y prestantes comedores no podemos entrar a ellos, pues no falta quien al reconocernos se soliviante y manifieste airadamente su voluntad de no compartir el espacio vital con un ser humano de ideología diversa.

Curiosamente, estas personas pertenecen al grupo de quienes, durante aproximadamente diez años se quejaron sin tregua de algunas cosas, como, por ejemplo: ‘pérdida de libertades’, pero tal vez no tomaron en cuenta que una de esas es la libertad de circulación; quizá solamente les interesa la libertad de agredir y soltar verdades a medias.

Otra queja era la de un ‘país dividido’, pero son ellos quienes lo siguen dividiendo con su actitud hostil y revanchista. Y una aseveración frecuentemente utilizada, la acusación de ‘fascismo’, la misma que, por si no se sabe bien en qué consiste, ellos mismos se encargan de demostrarla in situ.

Suele el ser humano exigir a sus congéneres lo que él mismo no es capaz de hacer, y como lo han dicho los grandes teóricos de la psicología profunda, también suele proyectar en otros sus mismos defectos y falencias, reconociéndolos mejor afuera que adentro.

Pero no se trata solamente de esos pequeños patinazos ético-psicológicos, bastante decidores, por otro lado. Se trata de mirar el verdadero corazón de una pretenciosa clase media que piensa que la prueba de su sangre azul es darse el lujo de echar de mala manera de un restaurante a quien cree que no cumple su criolla versión del WASP del Sur de Estados Unidos (los requisitos para formar parte o no ser estigmatizado por el Ku-Klux-Klan: White, Anglo-Saxon, Protestant, o sea blanco, anglosajón, protestante). En nuestra versión autóctona: ‘blanco’ (mestizo con pretensiones de, diríamos), quiteño del Norte, taurino, y católico, lo más probable.

‘Noblesse oblige’, reza un refrán: la nobleza, la pureza de sangre o de ideales de la que muchos se jactan, obliga a una actitud que no desdiga de ella. El chiflido, el ‘fueracorreafuera’ mascullado entre dientes o esgrimido como seña de pertenencia a una cierta ‘aristocracia indignada’, el uso de un gentilicio que no sea el ecuatoriano a manera de insulto, no hablan precisamente de esa nobleza o alcurnia que pretenden ostentar quienes asumen este tipo de prácticas.

Infantil es acusar a otro por lo que uno hace, fascista es apoderarse de un espacio público y vetarlo a quien no nos cae bien por el motivo que sea, ruin pretender que se es más por confundir discrepancia con estulticia. Y eso, no otra cosa, es lo que demuestran los nuevos jerarcas de la ‘restaucracia’. (O)

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