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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

La falacia de odiar al Estado

16 de enero de 2017 - 00:00

En el afán de desprestigiar la década correísta, algunos personajes más o menos importantes del acontecer nacional se han dado a la tarea hostigosa de hablar mal del Estado. Unos desde la perspectiva neoliberal y, otros, desde el enfoque de los ultraizquierdistas de panfleto. Así, el Estado es un monstruo que acecha la vida civil en todas las épocas históricas y su constitución como entidad sucinta de la vida social general sería una aberración que es indispensable matar.

El relativismo de tales ataques -que cuando son rigurosos ayudan a entender el desarrollo del Estado aquí o en otra parte- se pervierte cuando lo único que importa es demonizar el proceso político de la Revolución Ciudadana, reduciéndolo sin más a una cuestión de modernización capitalista sin tener en cuenta los factores sociales implícitos y coadyuvantes de lo que se ha vivido en el país desde 2007. El reduccionismo otra vez como forma ideológica de manipular las variables políticas (contradictorias) del escenario nacional.

Un ejemplo es imputar al Gobierno actual de los reflujos de varios movimientos sociales, de organizaciones de base y, además, de las ONG adscritas a una visión liberal progresista de la dinámica social ecuatoriana; en temas tan distintos como la mujer, la ecología, el indigenismo o el sindicalismo de vieja data. En ese contexto, las responsabilidades políticas-que no ideológicas- nunca reposan en la dialéctica interna de esas pequeñas o grandes estructuras, que nacieron, se supone, para resistir y proponer, en términos políticos, la locomoción legítima del conflicto social de todo conglomerado sometido a ordenamientos de clases. Sin embargo, la conveniencia de victimizarse dentro de los parámetros de una cultura política débil los empuja a culpar a los gobiernos o a los Estados de su propia inercia interna o su poca conexión con las corrientes de disputa política que hoy definen a las nuevas luchas (en Ecuador y en el mundo).

Satanizar al Estado está de moda, más aún en elecciones. Y es también cierto que en lapsos electorales los debates políticos no sirven de mucho para una población saturada de publicidad con caras y nombres y logos que no dicen nada, o dicen de la ambición de sustituir ni tanto los nombres de hoy sino del modelo político y económico trazado por el gobierno de Rafael Correa. Pero también es cierto que la campaña, observada con microscopio, aporta pistas de cómo los voceros de la política tradicional entienden y forjan su visión de país, de la política y de la economía en un contexto a veces parroquiano y a veces imperialista.

El Estado ha sido y es una construcción forzosa para ordenar el establecimiento en cada período histórico. Su viabilidad, afinamiento, reforma, eficacia o inutilidad están dados, estrictamente, por las disputas (profundas) de las fuerzas sociales y políticas que anidan en la vida social; fuerzas siempre complejas e iluminadoras de la conciencia de mentes que están por encima de las coyunturas y poseen sentido de la historia y compromiso social real.

Hoy, al parecer, todos están embelesados en repetir el odio al Estado como si fueran neoliberales o ultraizquierdistas de alquiler. ¡Qué falacia! (O)

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