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El Telégrafo
Fander Falconí

La esperanza está en la educación

26 de abril de 2017 - 00:00

El renacentista francés Rabelais solía decir: “Ciencia sin conciencia es ruina del alma”. Nunca se sintieron más ciertas esas palabras como en agosto de 1945, tras la explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Muchos intelectuales, como Sartre, cayeron luego en la desesperación, al ver que la ciencia podía destruir la civilización. Hoy sabemos que hay más peligros, aparte de la guerra nuclear, como el calentamiento global provocado por los seres humanos, en particular por los altos consumos de energía y materiales de un grupo de la población mundial.

Sin embargo, al parecer, los científicos del mundo han empezado a tomar conciencia global; pese a la actitud oscurantista de ciertos políticos, para quienes la ecología es una moda pasajera. Y la toma de conciencia es visible.

El reciente 22 de abril, Día de la Tierra, en la capital estadounidense y en muchas otras ciudades alrededor del mundo, miles de personas (incluyendo a cientos de científicos) marcharon a favor de la Ciencia. En Washington D.C. el acto tuvo especial significado, pues el presidente Trump ha hecho recortes en varias áreas científicas. Ha dicho no a los estudios sobre cambio climático, ha recortado fondos para la investigación médica (dejando esta labor en manos de las farmacéuticas, es decir, en manos mercantilizadas) y mantiene una actitud negativa en cuanto a la educación científica.

El mercado se enfrenta al laboratorio, porque la ciencia demuestra a diario que el crecimiento económico es insostenible. Desde hace varias décadas, muchos economistas ecológicos han alertado sobre las implicaciones sociales y ambientales de un crecimiento económico descontrolado. Basta recordar la seminal obra La ley de la entropía y el proceso económico (The Entropy Law and the Economic Process, en inglés) del rumano Nicholas Georgescu-Roegen, de 1971. Y frente a ello, se plantea que las sociedades más opulentas deben decrecer o reducir sus tasas de crecimiento económico.

Contra la desbocada carrera al abismo, la ciencia ha lanzado una alerta y eso atenta contra los acumuladores de capital. Por eso, ciertos políticos y muchas corporaciones se empeñan en desacreditar a la ciencia. Su razonamiento es así: si quitamos credibilidad a los científicos, nadie nos obligará a parar nuestros negocios: combustibles fósiles que contaminan, bebidas azucaradas nada saludables, productos farmacéuticos caros e incompletos o poco efectivos.

La ciencia sin conciencia ha llevado a la desesperación. Pero una ciencia consciente, compartida por todos en diversas proporciones, hará lo contrario. Si en Ecuador mejoramos la educación científica, en especial la ecológica, sembraremos la esperanza de un mundo mejor. Implementando tecnología educativa de primera categoría y formando excelentes educadores en la enseñanza científica, seremos contemporáneos del futuro y no modernos atrasados, como aquellos del pasado. (O)

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