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El Telégrafo
Mónica Mancero Acosta

La desaparición del subcomandante Marcos (I)

02 de junio de 2014 - 00:00

Pude conocer al subcomandante Marcos en marzo de 2001. Vivía en México cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional EZLN organizó la Gran Marcha desde la selva lacandona, ubicada al sur de México, hasta la capital. Acompañé un trayecto de la marcha junto a periodistas ecuatorianos que se desplazaron allá para realizar una cobertura. Me impresionó mucho constatar la fuerza y convicción de esa caravana integrada no solo por mexicanos sino por una apreciable cantidad de extranjeros, entre los cuales figuraba toda una legión de ‘guardianes’ italianos y españoles que custodiaban al subcomandante y a los indígenas, los denominados ‘monos blancos’. Ya en una población del estado de Morelos, en Tepoztlán, el Comando indígena del EZLN hizo su aparición en una tarima del parque central. Intervinieron varios de las y los comandantes indígenas. Todos esperábamos el discurso de Marcos, quien, ataviado con su habitual pasamontañas y su traje militar, apareció junto a toda la dirigencia del EZLN.

En esta marcha ‘del color de la tierra’ se posicionaron dos temas que han aparecido como pilares de las formaciones discursivas del zapatismo, el concepto de dignidad y la noción de espejo. La dignidad originada en su base popular indígena denuncia la situación de explotación y marginación de los indígenas mexicanos. El zapatismo es un ‘espejo’ en el cual se refleja lo indígena y lo colonial, el espejo del pasado de 500 años de explotación muestra el presente de México. Ellos dijeron: “Los indígenas mexicanos somos indígenas y somos mexicanos. Queremos ser indígenas y ser mexicanos. La nuestra es la marcha de la dignidad indígena, la marcha del color de la tierra”.

Luego de pasar por 20 ciudades y pueblos significativos, los 24 oficiales del alto rango del EZLN arribaron al emblemático Zócalo de la capital mexicana. Pero no era la primera vez que este espacio era la sede de este tipo de encuentros. Ya en 1914 los generales de ejércitos populares -Emiliano Zapata, que venía desde el sur, y Pancho Villa, que venía desde el norte- se encontraron en el Zócalo. Por todo ello fue una marcha llena de simbología y alimentó la inspiración y el mito de esta nueva forma de lucha popular guerrillera, con un fuerte carácter mediático y posmoderno.

Lo del Zócalo, en efecto, fue una puesta en escena. Vinieron a recibir a los zapatistas, en el centro de la antigua Tenochtitlán, nada menos que el nobel de Literatura José Saramago, la exprimera dama de Francia Danielle Mitterrand, el sociólogo Alain Touraine, entre otros. Noam Chomsky afirmó que este ejército tenía la capacidad para unirse internacionalmente con otros movimientos y “cambiar la historia contemporánea”. Hoy, muchos años después, el propio subcomandante anuncia que “Marcos, el personaje, ya no era necesario. La nueva etapa en la lucha zapatista estaba lista (...). Es nuestra convicción y nuestra práctica que para revelarse y luchar no son necesarios ni líderes ni caudillos, ni mesías ni salvadores; para luchar solo se necesita un poco de vergüenza, un tanto de dignidad y mucha organización, lo demás o sirve al colectivo o no sirve”.

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