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Tatiana Hidrovo Quiñónez

La censura previa

29 de junio de 2017 - 00:00

Hay conceptos profundos e históricos sobre los cuales solemos tener discusiones livianas y coyunturales. En la actualidad se aborda el tema de la censura previa y se enuncia una lucha a favor de la ‘libertad de expresión’, usando el mismo discurso que se enarboló hace más de cien años, para acabar con el Estado confesional, que ya no existe.

En los antiguos Estados confesionales la censura previa se traducía en la potestad para impedir la circulación de determinados contenidos condenados por la moral ultramontana. Se ejercía censura sobre periódicos y libros; se perseguían y eliminaban aquellas obras de filosofía y literatura que abordaban aspectos de la subjetividad, describían las pasiones humanas y promovían la acción política como libre albedrío.

La discusión cobró vida a principios del siglo XIX en las cortes de Cádiz, España. Justamente fue José Mejía Lequerica, el brillante quiteño diputado de las Cortes, quien combatió la censura previa ejercida por la Iglesia como institución del Estado absolutista. En uno de sus célebres discursos, dijo: “Si la esclavitud no es más que la dependencia del arbitrio de otro, si la libertad no sufre más yugo que el de la ley, defender la acostumbrada censura previa de los libros que han de imprimirse, es constituirse en abogado de la esclavitud de imprenta” (1810).

Eran tiempos en los que resplandecían las ideas liberales y los jóvenes radicales defendían el derecho a la libertad de conciencia y su expresión mediante la imprenta. La batalla discursiva fue ganada y en la segunda mitad del siglo XIX se consagraron los derechos políticos fundamentales en la mayor parte de la América Latina. De ahí en adelante habría una hipotética libertad de imprenta, pero en la práctica la censura fue ejercida por quienes tenían la propiedad privada de las tecnologías que posibilitaban la masificación de las ideas; o por los Estados por medio de antiguas instituciones como los municipios, cuyos jueces de espectáculos regulaban los cines, un nuevo espacio de comunicación de gran impacto en el siglo XX. Por su parte, el aparato judicial administraba los castigos a los delitos de calumnia, asunto de vieja data, no tan nuevo como se cree.

Desaparecido el Estado confesional hace años luz, actualmente la censura previa se ejerce de facto, cuando, por sesgo o interés particular, los propietarios de los medios y tecnologías impiden la circulación de información pública y la libre expresión de la ciudadanía. En contracara, un Estado regula contenidos que vulneran derechos a la honra, a la condición étnica, religiosa o de género. En ese sentido, conceptualmente no se prohíbe la circulación de ideas en la esfera pública, sino las acciones que atenten contra los demás; es decir, no se prohíbe la libertad de expresión, se prohíbe la violación de derechos ajenos, denigrar al otro por odio, xenofobia, afinidad religiosa o voluntad de género.

La discusión actual debería entonces plantear el problema de la censura previa, tanto como una posibilidad anómala desde el Estado, cuanto como un poder de facto de los dueños de medios que pueden impedir la comunicación social como derecho y bien público. Por lo tanto, la pregunta inicial que debe guiar el debate es: ¿Qué poder o poderes tienen hoy posibilidad de ejercer censura y con qué fines? ¿Cómo se definiría hoy metafóricamente aquello que Lequerica calificó como “la esclavitud de imprenta”? (O)

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