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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Honro tu nombre, Mélida

06 de noviembre de 2017 - 00:00

Mi querida Mélida: hace años, bajo un mortífero sol tropical, tu rostro, tan rosadito como virtuoso, me produjo una sensación de seguridad que luego la ética me enseñó a valorar más que la supuesta nobleza de otros. Había en tu forma de ser eso que en la construcción de la vida social se llama confianza. No eras fácil en el sentido de que tu existencia nunca fue fácil… y tus aperturas psíquicas te costaban muchísimo. Pero a pesar de todo pudimos inventar, ambas, códigos para entendernos como amigas y confidentes de nosotras mismas. Una hermandad –más allá de la sangre- nos guardó e hizo que la lejanía fuera la sustancia que afinaba una relación hermosa y profunda.

No es cierto que la amistad esté regida por deseos conspicuos (siempre). Tú fuiste ejemplo de ello. No hubo un solo instante en nuestros pasos que dañara el trato que manteníamos por una excusa material sino por las ganas de entregar la mente y el corazón. Cada experiencia, o hito existencial de tu vida o la mía, tuvieron en nuestras larguísimas pláticas y toneladas de carcajadas, un escape de relatos y pedagogía amoral. Puedo decir, con enorme presunción, dado que pertenecías a un mundo de indulgencia y estoicismo, que a veces te armaba charlas apartadas de la norma con la única intención de romperte, en un santiamén, el marco hiper formal en el que te movías. Y tú, sabia del día a día, tenías una sonrisa, ¡qué linda sonrisa!, que me revelaba que ya lo habías intuido… pero aún no lo ponías en práctica. Entonces, ¡nuestras risas estallaban!

No he llorado tu muerte a gritos. No te mereces una agonía exhibicionista querida Mélida. Tú fuiste alegría y discreción a tiempo completo, incluso en los peores trances. Asimilé de ti a no ser el brillo que encandila sino la lumbre que a ratos guía. Estuve cerca, del modo que tú escogiste y que yo respeté, cuando la situación obligó a que tu enfoque de la vida (y de la muerte) tomara decisiones. Sabías evaluar y resolver sola un montón de providencias complejas y nunca el yerro te pasó factura a no ser la ingratitud que ronda el espíritu humano.

Fuimos amigas sin las dobleces que acomodan conductas. En ocasiones hablábamos horas y a veces nada. El silencio también fue un estilo de querernos y conocernos. Más supe de tu vida y anhelo saber nada de tu muerte. Sabía que vendría. Lo vi en tus ojos la última vez que nos abrazamos en agosto y desde ese relámpago de dolor –en tu casa en Manta- he pensado que la amistad es sentir honda e intensamente el misterio del cariño y desentrañar el enigma de vivir.

Quizá el valor más preciado que tuvimos fue la confianza. La cultivamos para lo trivial y lo transcendental. Hoy quisiera contarte un estremecedor delirio y sé que lo gozarías tanto o más que yo, con tus mejillas rojas y tu satisfacción vivaz. Fuiste la mejor amiga en cada faceta: afable, sencilla, cauta. Poderosamente humana. Ojalá yo lo haya sido un poco.

Para mí tu muerte es una nueva iniciación. De amor de amigas. De ahogo íntimo. Muchos saben cuánto te quise y te quiero. Honro tu nombre por nuestro pasado y el futuro de tu siembra, Mélida Moreira. (O)

 

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