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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Historia triste de los astros

09 de noviembre de 2017 - 00:00

¿Qué hemos hecho durante miles de años con nuestros niños y niñas? ¿Cómo pretendemos cosechar paz, si sembramos violencia?

Tanto en la cultura amerindia como en la occidental predominó la noción de que, al nacer, los seres son biológicamente inconclusos, aunque cada una percibe de manera distinta la transición del estado primario al de adulto, en función de la vitalidad lograda después de los primeros cinco años, el inicio de la capacidad reproductiva o el desarrollo de la fuerza de trabajo. Indistintamente de las singularidades, conforme la ideología dominante, en todas las culturas hay una relación de poder sobre los menores, tratados -además- de acuerdo a la clase social, la etnia y el sexo de cada individuo.

El sacrificio de niños como ofrenda a las deidades fue una práctica de algunas sociedades originarias de América, así como el infanticidio, sobre todo de niñas, fue tenido como natural en algunos momentos de la historia de la sociedad europea. Ya en la era industrial capitalista, interesada en la productividad, prevaleció el cuidado del músculo masculino, en detrimento de las niñas.

La modernidad, caracterizada por su fe en la razón científica, reelaboró los conceptos de niñez, pedagogía y educación; creó mecanismos de doble cara para formar de manera diferente a los hijos de la élite con respecto a los hijos del proletariado, con el propósito de homogeneizar sus ideas y profesionalizar su trabajo. Pero mientras las luces avanzaban en los centros de poder mundial, en los países latinoamericanos, los niños de las capas inferiores fueron considerados simple fuerza para resarcir la falta de mano de obra durante el despegue agroexportador.

En 1865, el 45% de la población trabajadora manabita estaba integrada por niños y niñas. Los señores de la región usaban a aliados para secuestrar y apropiarse de hijos de familias desposeídas, para convertirlos en sirvientes. En documentos del siglo XIX y aún del XX, constan los asesinatos de niños, enrolamiento en el ejército, secuestros y desarraigo de sus familias. Mediante disposiciones escritas, las autoridades ordenaban ‘capturar’ a menores que se escapaban de las casas de poderosos, caso de Pedro Antonio Rosales, pequeño que fugó en 1891 de la casa de Amadeo Tobar y viajó, tal vez a pie, desde Portoviejo hasta Canoa, para reencontrarse con Severa Barrete, su madre.

El propio Estado oligárquico promovía el secuestro de menores, usando la ley que penalizaba a los hijos naturales o aquellos que no tuvieran el certificado de bautismo. ¡Un horror! El teniente político de Pedernales le arrebató en 1888 al colombiano Francisco Rosales sus tres hijos, para entregarlos a ‘personas extrañas’.

Asimismo, en 1892, se dejaba sentado, sin más, que un señor Mieles “victimó bárbaramente a un muchacho que había criado”.

Cuando en la actualidad hablamos de casos de violencia sobre niños y niñas, debemos tener en cuenta que posiblemente los agresores fueron a su vez niñas y niños abandonados y violentados, lo que significa que estamos ante una cadena de efectos, reveladora de un problema histórico. En 1976, un pensador se preguntaba: “¿Qué futuro les espera a millones de seres cuidados por adultos frustrados y brutales, deformados por una sociedad sádica y mercantil, neurótica sin ideales, a la cual solo le importan las ganancias y las pérdidas?”. (Grossgerge).

Desde la poesía, con amor y ternura, Gabriela Mistral escribió: “Los astros son ronda de niños, jugando la tierra a espiar. Los trigos son talles de niñas, jugando a ondular, a ondular”. Miremos a nuestros pequeños astros, pues sin ellos habrá oscuridad. (O)

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