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Carol Murillo Ruiz

Hay médicos que dan miedo

31 de octubre de 2016 - 00:00

¿Qué pasa cuando una persona se enferma? Puede ir a un dispensario médico cercano, a un hospital de la red del Ministerio de Salud o al IESS. Pero también puede acudir al consultorio de un médico privado localizado en alguno de los modernos edificios quiteños. Hay tantas quejas sobre la atención de los médicos del servicio público de salud que si alguien puede visitar a uno particular, la confianza de un tratamiento seguro aumenta.

Pero los médicos, o un gran porcentaje de ellos, han sido atrapados por el sistema de estímulos y castigos que el universo de la medicina dominante les oferta para ser parte de su gigantesco engranaje ‘científico’. Engranaje de farmacéuticas, aparatos de última tecnología, laboratorios ultra profilácticos, congresos internacionales, red de investigadores de punta y una larga variedad de trucos para revestir la profesión médica de un aura de modernización sin parangón con el pasado.

Toda esta parafernalia además se acompaña de un lenguaje sofisticado que facilita al doctor distanciarse del paciente. Hay médicos que en su consulta privada atienden a sus pacientes casi de pie, al vuelo, prescribiendo de memoria, se supone que a partir de un brevísimo recuento que el enfermo alcanza a balbucear frente a un galeno apurado; luego se indica un diagnóstico que ni siquiera cumple el protocolo del médico clínico que descifra -con cautela- a partir de la explicación detallada del paciente, síntomas y signos de su dolencia. Sin embargo, enseguida aparece la receta de rigor y si se solicita una información adicional sobre las medicinas, el doctor apenas dice: “con esto mejorará”. Y acontece entonces el primer triunfo del médico: ¡asusta al paciente! Porque casi a la par que entrega el papel, espeta: “tal vez hay que operar…”.

Un detalle no menor: la capacidad clínica de los médicos ha sido mermada por las interminables pruebas de laboratorio: resonancias, tomografías, ecografías, radiografías y otros. Y el médico, inevitablemente, ordena alguna. Con los resultados y en una nueva consulta se certifica que la enfermedad es crónica y demanda una cirugía urgente. El cuadro de estupor apenas es minimizado por la sonrisa segura del médico y su bisturí imaginario…

La perplejidad lleva al paciente a deliberar: las citas han sido insatisfactorias, dudosas, carísimas, veloces y tajantes. Toma los exámenes y pide ser auscultado por otro doctor. Resumen: el diagnóstico es totalmente distinto (y hasta contrario) de lo que señaló el médico anterior; el ‘mal’ descubierto no aparece en la (misma) tomografía ni sus colaterales. Ergo, no cirugía. Lo que conviene es un tratamiento con otros químicos cuyos efectos se exponen por el nuevo galeno. El paciente sigue perplejo pero evidentemente más tranquilo.

¿Qué les pasa a algunos médicos? ¿Se consideran hoy unos mecánicos de carros viejos a cuyos dueños pueden engañar diciendo que sustituirán los frenos cuando en verdad lo que le falta al auto es un cambio de aceite? ¿Olvidaron esa máxima que dice: primun non nocere (primero no hacer daño)? ¿O es que perversamente desechan la ética y la deontología que les faculta y obliga a cuidar la vida de los otros? (O)

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