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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Gigante de los tiempos

02 de diciembre de 2016 - 00:00

El recogimiento reverente, que los seres humanos consideramos indispensables ante la muerte, unida a la invariable y poderosa aversión a aquellos ángeles protervos de accionar irreversible para segar la sustantividad de los hombres, hoy nos conmueve como nunca, frente al dolor de la desaparición física del mayor latinoamericano del siglo XX, Fidel Castro Ruz. Con seguridad, uno de los personajes de mayor influencia en el devenir del planeta, en dos centurias. Actor victorioso y testigo vital en una época de terribles convulsiones, llena de imposibles, ejecutó tareas titánicas de conducción en una pequeña nación hermana, enfrentada al más poderoso imperio militar y económico de la historia, que la ha bloqueado 56 años y lo seguirá haciendo sin doblegarla ni aislarla jamás.

Él estableció los alcances de la utopía donde los seres humanos somos hermanos. Con el afán inagotable y solidario de su mente para todos los pueblos del orbe, generó misiones que fueron llevando salud, educación, arte, a los rincones más apartados de la Tierra. Y cuando fue necesaria, la sangre cubana, sus mujeres y hombres se hermanaron con los que luchaban por su independencia en contra del colonialismo y el apartheid, como expresión del internacionalismo que animaba su saber justiciero, con el que contagió al pueblo cubano, generoso, sabio y valiente.

El ejemplo de vida y las enseñanzas que vertió durante toda su existencia luminosa están siempre en la mente de millones de ciudadanos del mundo, por ello, el triunfo de la enfermedad y los tiempos sobre su estructura corpórea solo es una ominosa jugada de la parca, que no podrá hacerse de su pensamiento pleno de sabiduría y amor por sus semejantes; y el legado inmortal de su acción ya es savia fructífera en nuestra América; su existir, monumento a la vida y a la justicia. Los conglomerados sociales seguirán la huella de lucha y disciplina misionera que generó su andar de quijote, la potencia comunicadora de su verbo hará que no escape su presencia apostólica para los nuevos caminantes de la liberación de los humildes y sabrán beber de la fuente de su talento. Fidel hablaba y escribía; a través de él, la multitud humana demandaba la libertad y la equidad de todos, recorría los territorios del espíritu, con las formas que la razón y la ética exigen, y la cultura providencial que poseía entregaba, no lecciones temporales ni exclamaciones adjetivas o falaces, sus palabras reforzadas con la tensión patriótica eran portadoras de grandes energías constructivas.

Su autoridad política y social permanecerá en las épocas, en su tránsito a la eternidad. De allí que mi capacidad de entendimiento no logre interpretar la farra armada por la cloaca fascista en Miami, celebrando su incorporeidad y prestamente difundida por las cadenas de TV privadas, en EE.UU. y las públicas de España, Chile. Empero, la comunidad internacional ha lamentado su óbito: reyes, presidentes, premieres, han enviado mensajes de condolencia al Gobierno y a la familia del ilustre decesado. Y obviamente, los pueblos de cinco continentes, que juran seguir su ejemplo rutilante.

Rubén Darío, el gran poeta de Nicaragua, expresó alguna vez: “El sol que alumbrará la nueva vida”, refiriéndose a Sandino. Tal predicamento sin duda es destinado también a líderes como Fidel, en su encuentro con la historia. El domingo próximo, sus cenizas, después de su último peregrinar por su querida Cuba, serán sepultadas en la cuna de la revolución, Santiago de Cuba. El himno nacional cubano tiene una frase que Fidel amaba profundamente: “Morir por la patria es vivir”. Creo respetuosamente que es el epitafio adecuado de un revolucionario, como él, que no morirá nunca. (O)

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