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Fander Falconí

El primer hábitat artificial

19 de octubre de 2016 - 00:00

A propósito del encuentro internacional Hábitat sobre las ciudades, es hora de preguntarse si realmente se puede hablar de sostenibilidad urbana.

Cuando pasó el ser humano de cazador recolector a una sociedad agroalfarera, todavía mantenía un hábitat natural. En el trabajo agrícola y pastoril comunitario y en el mantenimiento de la seguridad participaban todos, aunque ya apareció la especialización del alfarero y las comunidades tendían a ser mayores.

Pero la generación de recursos y su aprovechamiento sucedía en el mismo espacio: al crecer las sociedades agrícolas y al hacerse más marcada la división del trabajo, se produjo una mayor separación entre el trabajador del campo y el alfarero, que se complementó con la aparición de otros oficios separados: el soldado profesional y el sacerdote profesional. Esas personas que no ejercían trabajos productivos tendieron a separarse en forma física del trabajador agrícola. Ese fue el germen de la ciudad.

La ciudad, civitas en latín, es, en términos paradójicos, la semilla de la civilización y el inicio de la insostenibilidad ambiental y de la desigualdad social. No en vano los esclavos del antiguo Egipto, que trabajaron en las ciudades del faraón, aseguraban que fue la esposa de Caín, el primer homicida, el fundador de la primera ciudad del mundo. Por definición, la ciudad está separada del campo y, sin embargo, depende de él. En el aspecto económico, el campo entrega productos agropecuarios a la ciudad y recibe a cambio bienes y servicios, pero también desperdicios.

La huella ecológica (cantidad de tierra y agua que se requiere para producir los recursos que se consumen y absorber los desechos que se generan) de una ciudad es muy alta.

En la práctica, las ciudades antiguas tenían un pozo de agua en su interior, sus propios huertos y hasta ganado; por eso eran capaces de resistir un sitio prolongado.

Con ese ejemplo en mente (no para resistir un sitio, sino para reducir la huella ecológica) se ha experimentado en algunas partes del mundo (Japón y Francia, por ejemplo) la creación de huertos urbanos, con resultados que no pasan de ser interesantes, pero que no alcanzan a mitigar el impacto ambiental. Además, los productos que hoy llegan a la ciudad vienen de muy lejos, quemando combustibles fósiles para llegar al consumidor. Desde luego, los hábitos y magnitudes de consumo de sus habitantes son muy diferenciados.

Hasta hace pocos siglos, la mayoría de productos que llegaban a una ciudad podía transportarse sin gastar combustible fósil, a lomo de mula o en brazos de los mercaderes.  

La verdad es que es muy difícil creer que una ciudad, peor una megaciudad como Shanghái, Nueva York o México, DF, pueda alcanzar un verdadero nivel de sostenibilidad. No se puede planificar con crecimientos demográficos altos, consumismo exacerbado y poco cuidado ambiental, incluso con una fobia a lo verde y a cualquier tipo de movilidad alternativa, como la bicicleta. Tarde o temprano, la ciudad deberá ser repensada y rediseñada. (O)

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