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Tatiana Hidrovo Quiñónez

El mundo que nace

06 de julio de 2017 - 00:00

Aunque los colectivos humanos han experimentado cambios a lo largo de miles de años, en realidad son pocas las revoluciones que han transformado el trabajo, las relaciones, los lenguajes y las ideas. Hace aproximadamente seis siglos tuvo lugar una de aquellas rupturas importantes llamada convencionalmente modernidad, la misma que progresivamente fue tomando cuerpo en Occidente, entre Europa y América Latina, impulsada, o más bien derivada del sistema capitalista, que aún nos envuelve. Hoy parece que estamos frente a otra gran mutación, la misma que se denomina a priori posmodernidad, debido a que no se halla otro nombre para este acontecimiento, que no sea uno que lo referencie dentro de sus genes culturales, pero que a la vez lo defina como un cuerpo distinto y propio.

Sentimos que deviene un nuevo mundo, porque la gente ya no hace lo mismo, ni se autodefine igual que antes, ni interpreta lo que nos rodea como en aquellos tiempos de las luces. La larga línea del tiempo se destruye y queda hecha añicos sin el ayer, el hoy y el mañana. El arriba y el abajo se dislocan disolviendo los lugares del cielo y la tierra, de lo humano y sobrehumano. Aun el espacio de la muerte queda flotando sin huesos ni cementerios. La razón, la empírea y la ‘verdad’ patinan sobre frágiles hilos de chicles. El arte donde cabía toda la luz, la armonía, los equilibrios y los matices, se amasa como plastilina, sin encuadre ni partitura.

Pobre modernidad, está muriendo o renaciendo, se siente el desgarre que va trayendo el caos sin geometría, el vacío sin narrativa. Solo sabemos que llega porque nada está en su lugar, porque tenemos los pelos de punta erizados de incertidumbre, velocidad, virtualidad, fusión, deshumanización y reducción. Aunque se espera que la vieja modernidad acabe de parir, en realidad el prematuro instante de la Pos nace y muere todos los días, ‘innova’ y cambia sin forma ni contenido.

Para nacer y morir la efímera necesita velocidad sin límites, demanda sobretrabajo para producir nada, para consumir todo, para descartar para siempre. Así mismo, requiere virtualidad para no tocar, para no oler, para parecer y no ser. Deshumanización, enajenación y existir en la representación. Predominio de la emoción para no socializar, ni racionalizar ni soñar.

Aunque es difícil definir a la Pos, a la incierta, veloz, virtual y  deshumanizada, no quedan dudas de que todas las dimensiones de su ser caben en la palma de la mano. Nunca antes hubo un mundo tan grande contenido en algo tan diminuto. Nunca antes, el trabajo, las emociones, las representaciones, los símbolos, los signos, el lenguaje, las relaciones y aun el amor, estuvieron en un mismo y pequeño contenedor táctil, capaz de articular a todos y todas en un enjambre sin conciencia.

Los que juegan a ser Dios en el tiempo sin tiempo que llega, dicen que la compleja posmodernidad es quizás mucho más simple de lo que parece: nació como un @ y se convirtió en la prisión-shopping más reducida, inhumana y enajenante. Es en sí misma artificial, instrumental, tecnológica y mínima.

A diario, mientras penetra en la vida misma, está operada por los creadores de aplicaciones, cuyo propósito es convertir a la sociedad humana moderna en zombis digitadores y compradores, para apropiarse de un capital virtual, una imagen numérica que se escribe en el aire y cambia velozmente desprendida de la vida real. (O)

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