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El Telégrafo
Antonio Quezada Pavón

El molestoso código de ética

27 de octubre de 2016 - 00:00

Conocí al profesor Dan Ariely, de la Universidad de Duke, en una reunión de más de mil decanos de todo el mundo, donde yo era un observador y me impresionó su conferencia sobre el comportamiento irracional predecible que es parte de sus experimentos en los estudios de economía conductiva. Y sus mejores ejemplos están relacionados con la capacidad que tiene la gente para hacer trampa. En teoría económica, trampear en cualquier forma que sea es un simple análisis de costo-beneficio. Uno diría, por ejemplo: ¿Cuál es la probabilidad de que me atrapen? ¿Cuánto podría ganar trampeando? y ¿Cuánto castigo podría recibir? Ponderando estas opciones mediante lo que podríamos obtener versus el costo que tuviéramos que pagar (normalmente un castigo), decidiríamos si es provechoso cometer un crimen o no. Pensaríamos que, de esta manera, mientras más dinero hay en juego, la gente haría más trampas, pero no es el caso. De hecho, la gente hace trampas robando pequeñas cantidades a la vez. Por otra parte, ¿cuál es la probabilidad de que lo atrapen? Es posible asumir que si la probabilidad de ser atrapados es baja, la gente trampearía más. Sin embargo, tampoco es así.

Tal vez lo que pasa es que la gente quiere verse en el espejo y sentirse muy bien acerca de uno mismo, lo que significa que no queremos hacer trampas. Pero por otro lado, queremos trampear, aunque sea un poquito y aún así sentirnos bien acerca de nosotros mismos. Lo cual establecería un límite de trampa que no lo superaríamos y continuaríamos siendo tramposos en pequeña escala, en tanto no cambie la impresión que tenemos de nosotros. A esto Ariely le llama el ‘factor elusivo personal’. Si queremos reducir este factor elusivo, pongamos las cosas en la perspectiva de altos principios y valores que la gente los acepte y respete. Es por eso que las religiones tienen algo muy parecido a los Diez Mandamientos. Apelen a la religión y a la moralidad y la gente tiende a hacer menos trampas. Y qué tal si se trata de incrementar el factor elusivo y aquí hay una situación curiosa. En mis tiempos universitarios, compartíamos las refrigeradoras. Los estudiantes nos robábamos las gaseosas que estaban ‘mal parqueadas’. Pero si alguien dejaba dinero (diga usted el mismo número de monedas de un dólar) nadie las tocaba. Y aquí es donde se supera el límite de las trampas que podemos hacer. Simplemente cambien el nombre del beneficio y ya nos sentimos mejor. Esto explica por qué la gente acepta inmensas coimas en términos de ‘comisiones’ depositadas en cuentas en paraísos fiscales, que siendo dinero, al momento de trampear no significan realmente dinero. Y para ponerle la cereza al pastel, los tramposos crecen cuando ven a sus pares y superiores también trampear. Lo que hemos aprendido acerca de hacer trampas (léase, ser deshonestos y ladrones) es que mucha gente trampea; lo hacen en poca cantidad a la vez; si les hacemos acuerdo de la moralidad, trampean menos; y si alejamos el objeto de la trampa del significado de dinero, la gente trampea mucho más. Y ahora viene lo peor: cuando vemos que la gente alrededor nuestro trampea, especialmente si son parte de nuestro grupo, el nivel de trampas crece muchísimo.

Hemos visto en forma práctica que todo esto sucede cuando pagamos salarios a la gente para que vea la realidad en una forma ligeramente distorsionada, por ejemplo, en el mercado de valores en Estado Unidos y el célebre caso de Enron. Esa gente no robó dinero, simplemente le cambió el nombre usando su jerga. Todos resultaron ser inversiones venenosas que causaron el colapso económico mundial. Ya pueden ustedes establecer similitudes en nuestro entorno. (O)

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