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Tatiana Hidrovo Quiñónez

El jardín de la locura

18 de mayo de 2017 - 00:00

Hubo un tiempo en el que existía una línea que unía la realidad y la imaginación. La imaginación parecía una plastilina que se estiraba hasta amalgamarse con la realidad.

Todo era representación porque, según dicen, aún no éramos capaces de diferenciar lo que estaba afuera de nosotros y lo que era el reflejo interior de lo sensorial. Todo parecía un gran mareo, aunque contradictoriamente fue el momento en el que los humanos tuvieron la mirada más aguda. Es posible que observaran matices de colores que actualmente los comunes ya no apreciamos: decenas de verdes, blancos o azules, poblaban las pupilas. Fue el momento en el que los hombres y mujeres creyeron que si reproducían la silueta de lo que veían, la naturaleza se convertiría en realidad. De esa manera, la cultura occidental creó en Europa las primeras imágenes -hace 35.000 años- para, mediante ese acto mágico, convertir el objeto deseado en realidad.

Miles de años después, Aristóteles dijo que había algo fuera de nosotros y puso la piedra angular del materialismo, enfrentado a la teoría de las ideas de Platón (500 a.C.). De algún modo, el pugilato entre el idealismo y el materialismo quedó desde entonces, en la tembladera.

Al llegar el tiempo moderno, se llegó al acuerdo de que la realidad estaba ahí y era diferente de la imaginación o representación. Tan cierto era aquello, que la ciencia se desarrollaba sobre la fe en la verdad basada en las evidencias y la verificación.  

Actualmente, de manera inusitada, estamos volviendo a la etapa en la que parece diluirse la diferencia entre realidad e imaginación. Todo es tan extraño que incluso se denomina evidencias a las imágenes de la realidad. Un día llegó alguien a un lugar para participar en una reunión burocrática y terminó pidiendo que permitieran tomar una foto con el ‘celu’, para presentar las ‘evidencias’ de haber participado en el trabajo. Otro día enviaron una disposición en una facultad de una universidad, diciendo que difundan obligatoriamente el POA entre los alumnos, y que como prueba debían presentar las fotografías de las fotografías proyectadas mediante la ilusión del intangible Power Point.

Ya nada parece ser real. Mejor dicho, parece que estamos entrando en la nueva era en la que nadie está de acuerdo acerca de la diferencia entre realidad, imaginación o representación. La evidencia es la percepción de la percepción; o, en otro caso, la imagen digital. Por otra parte, parece que esta es la época del triunfo absoluto de la imagen sobre otros sistemas sensoriales. No veo la realidad, sino la foto de la realidad, sin discutir sobre su falsedad, sobre su encuadre, sobre su límite. La imagen es la verdad, mientras los otros productores de las sensaciones (gusto, olor, oído) son colocados en la cuadrícula de las emociones. O sea, estamos viviendo una transformación cultural, en la cual se diluye la convención acerca de lo que es la ‘verdad’, lo que es real y falso, al mismo tiempo que se impone una nueva dualidad constituida por la ecuación: imaginación-emoción.

Imaginación y emoción son, por otra parte, sensaciones que se mueven en un vértigo sin línea ni espiral. La vida diluida en lo subjetivo y abstracto comienza a parecerse a un carrusel sin caballitos de juguete ni colores, porque las vueltas son tan vertiginosas y violentas que todo desaparece provocando náuseas, condición de enajenación y alucinación necesaria para entrar al lugar del vértigo, donde se encuentra el jardín de la locura suspendido en la nada. De vuelta a la magia, ¿qué mundo real nos espera? (O)

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