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Melania Mora Witt

El gallego Antonio

08 de octubre de 2016 - 00:00

Cuando alguien deja una honda huella, quienes lo conocieron reúnen sus recuerdos y reconstruyen con ellos la relación que los unió al desaparecido. La partida de Antonio ha sido lamentada por muchos. Cada uno contribuye con su evocación a construir la imagen de quien vino muy joven desde su natal Galicia, y con enorme dignidad hizo su vida entre el teatro, la televisión y el cine, cosechando en el camino el afecto de quienes compartieron con él esos escenarios. Me sumo a quienes lo han evocado con el relato del Antonio al que yo conocí.    

Fue hace casi medio siglo, cuando acompañaba al elenco que Eduardo Solá había conformado para escenificar ‘La cantante calva’ de Ionesco. En el Café 78 que teníamos con Juan Hadatty, se organizó un pequeño agasajo a ese grupo teatral,  integrado entre otros por José ‘Pipo’ Martínez, Martha Domenech, Anita von Buchwald, Alisva Rodríguez, Óscar Castro y  Jacqueline de Serrano. Desde entonces nos unió una amistad que atravesó tiempos  buenos y malos, tristezas y alegrías.

Junto a su madre, tía y abuela, Antonio vivió durante un largo tiempo muy cerca de nuestra casa, entonces en un quinto piso al que nuestros amigos llegaban exhaustos.

Alrededor de Pipo Martínez se formó entonces un núcleo de amigos, con Antonio, Beatriz Parra, Rosa Amelia Alvarado, Jenny Estrada, Ottón Chávez, Jorge Swett, Solange y Gerard Raad, Martha y Carlos Domenech. También venían a veces Ileana Espinel, Saranelly de Lamas, César Andrade Faini. Esporádicamente nos acompañaban otros amigos queridos. Después de cualquier evento cultural soportaba nuestras tardías visitas la acogedora casa de los Domenech, a la que acudíamos como si fuera la nuestra. Alrededor de su piano y entre canciones, nos sorprendía muchas veces el amanecer.

Ese grupo, al que Antonio buscó identificar incluso con una canción, no fue de diletantes. Cada uno seguía su propio camino: en el teatro, la música, la poesía, las artes plásticas, el cine. En general nos identificaba la pasión por la cultura, tanto el crearla como el difundirla. Así lo hicimos:   en el Café 78, en el Centro Municipal de Cultura, entonces llamado ‘Patronato’ y en la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas, con la que de una u otra forma siempre estuvimos identificados. En los últimos años, con la presidencia de Rosa Amelia, la presencia de Antonio se hizo cotidiana.

Son innumerables los recuerdos de tantas horas compartidas en casa de Antonio, en la de Pipo -espectando o leyendo sus creaciones- en la de los Raad. Con las hermanas Von Buchwald, con la maravillosa Yela que nos convocaba a menudo. En las casas de Jorge Swett, Beatriz Parra y Sonia Manzano, siempre fraternas y generosas. Todos reclamábamos la presencia del Gallego que llegaba con una sonrisa y su infaltable y sabrosa tortilla española.

El tiempo, el implacable, comenzó a desgajar nuestro grupo. Partieron Pipo, Jorge, Juan, Martha y ahora lo hace Antonio. Los adioses se vuelven frecuentes y duelen mucho las ausencias. Con el Gallego se va gran parte de lo mejor de nuestras vidas. (O)

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